El 11 de noviembre de 1985 una lluvia de ceniza empezó a cubrir los tejados de las casas, las hojas de los árboles y las estrechas calles del Líbano, frío y apacible poblado del norte tolimense.
La familia de Manuel Canario vivía desde hacía ya tanto tiempo en el municipio, que en sus memorias no habitaba historia que no fuera matizada por la fría bruma y los días de invierno de esta medio apaisada población.
Manuel, en su juventud, fue recolector de café, repartidor de periódicos y en sus tiempos libres trabajaba como locutor en la emisora del pueblo; fue allí donde conoció a Herminia Suárez, su mujer de toda la vida y con la que tuvo dos hijos, Adrián, de diecinueve años, y Carina, de ocho; una niña de mirada somnolienta que siempre estaba acompañada de Marilú, una regordeta y deforme muñeca de trapo, que además de ser su juguete preferido, parecía ser más una extensión de su frágil cuerpo.
Con esas reiteradas lluvias cenicientas llegaron también los temblores, apenas perceptibles en la noche y una especie de roncos gemidos, como de viejo asmático, que parecían venir con el viento de las cumbres heladas del nevado del Ruiz, al otro lado de las montañas. Manuel Canario entonces empezó a sentir miedo.
Con el miedo del padre llegó también la desconfianza de Herminia, madre, esposa y modista de los Canario y de todos los vecinos conocidos en ese pedazo del Líbano que habitaban por allá desde los setenta. Que se nos va a venir el mundo de un momento a otro, presagiaban los arrieros que bajaban de pronto con su recua de mulas; que nos va a sepultar el nevado en cualquier momento, sentenciaban los sembradores de café al regresar del surco por las tardes y advertir que las cenizas tenían ya más de dos dedos de grosor sobre los tejados. Que se abrirá la tierra para tragarnos y este pueblo será nuestro propio cementerio, repetían convencidas las más viejas y chismosas entre camándulas y novenarios.
La decisión llegó como una bofetada, definitiva e irrevocable, entre la noche del 12 y la madrugada del 13 cuando los Canario descubrieron otra vez ese cielo sombrío y sin estrellas como si se hubiera detenido de repente en un eclipse infinito que llevaba ya varias noches con sus días. Manuel Canario ordenó a su familia que desarmaran las camas y los muebles, que amontonaran en costales los trebejos de la cocina y la ropa de siempre y que dejaran apenas unas mudas para la tierra caliente a donde dirigirían su destino; que regalaran las gallinas a las vecinas de la cuadra; y que, amontonados y amarrados los bártulos de casa, los acomodaran en el pequeño camión en el que el viejo Canario había hecho tantos trasteos por encargo para sostener a su familia.
Todo el 13 se les fue a los Canario como envueltos en un aire de nostalgias, de sonrisas escasas, de monosílabos y evocaciones, causados por la cercanía del adiós a esas gentes y a ese pueblo que había sido hasta ese momento la única razón de sus vidas.
Con el canto de las primeras cigarras, unos minutos después de las siete de la tarde, el camión ya estaba listo. Y una vecina, de esas que nunca faltan a la hora de las despedidas, les ofreció la última taza de café con bizcochos antes de emprender el viaje.
Fue en el momento exacto en el que el viejo Canario, después de acomodar en la cabina a Herminia y a Carina, que no paraba de acariciar su muñeca deforme. Fue en ese instante exacto en el que Canario encendió su camioncito Ford 58 WT 4055 cuando Adrián saltó de la carrocería en la que ya se había instalado y como si un presentimiento le hubiera golpeado de lleno en la boca del estómago, decidió, sin mediar explicación, quedarse en el Líbano y no viajar con su familia, con la promesa incierta de reunirse luego con ellos.
Bien oscurecido estaba cuando el camioncito de los Canario dejó atrás la carretera del Líbano y en el cruce de caminos de La Central, Manuel miró a su izquierda adivinando la calurosa Honda o dibujó en su derecha y en su mente la Ciudad Blanca. Sin pensarlo dos veces entonces decidió que la ruta de sus vidas era Armero.
Durante el trayecto que los separaba de Armero, Manuel hacía un esfuerzo para recordar la calle contigua a la iglesia donde les podría dar posada un pariente lejano mientras lograban instalarse en el nuevo pueblo. Herminia, avergonzada y silenciosa, recordaba que no había entregado la encomienda de un par de pantalones que le había angostado al secretario de la Alcaldía del Líbano, mientras Carina, flotando en su fantasía de siempre y ajena por completo a lo que estaba sucediendo, hablaba como para sí, entusiasmada pero en voz baja reprendiendo de pronto a Marilú.
Así, entre paradas y reinicios, el camioncito Ford 58 de los Canario entró en la solitaria y anochecida ciudad de las once y tantas de la noche en el momento exacto en el que se vino la avalancha de lodo incendiado del cráter volcán del nevado del Ruiz y sepultó por completo a la población con todo y recién llegados, que de seguro no presintieron ni alcanzaron a entender nunca la realidad de la tragedia.
El atardecer trágico y dolorido del 14 de noviembre de 1985 Adrián Canario, deslizándose desde una escalera de cuerdas de algún helicóptero de la Cruz Roja Internacional, se dejó caer sobre el cementerio de lodo y entre cadáveres, empalizadas, reses muertas y un infierno de objetos innominados, descubrió, de pronto, sobre lo que en algún tiempo fue el techo de una casa, una muñeca de trapo deforme y regordeta a la que alguna vez una niña tiernamente llamaba Marilú.
Margenis Campo Peñaloza (Colombia )
Wednesday, July 21, 2010
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