Wednesday, November 30, 2011

Fumando Espero

Autor : Mario Vargas Llosa
Un jurado de Miami ha condenado a cinco empresas tabacaleras a indemnizar, a medio millón de fumadores físicamente perjudicados por los cigarrillos, con la astronómica suma de 145 mil millones de dólares. El tribunal había decidido, antes, que aquellas empresas delinquieron ocultando información sobre los perjuicios del tabaco y utilizando en la producción de cigarrillos sustancias que aumentaban la adicción. Aunque, desde que dejé de fumar, hace treinta años, detesto el cigarrillo y a sus fabricantes, la sentencia no me ha alegrado tanto como a otros ex fumadores, por razones que me gustaría tratar de explicar.
Empecé a fumar cuando tenía siete u ocho años de edad, en Cochabamba. Con mis primas Nancy y Gladys invertimos nuestras propinas en una cajetilla de Viceroys y nos la fumamos entera, bajo el árbol del jardín, en la casa de Ladislao Cabrera. Gladys y yo sobrevivimos, pero la flaca Nancy tuvo vómitos sobrecogedores y los abuelos debieron llamar al médico. Esta primera experiencia fumatélica me disgustó muchísimo, pero mi pasión por ser grande de una vez era más fuerte que el asco, y seguí fumando para parecerlo, aunque, estoy seguro, sin el menor placer y a escondidas, todos los años de la secundaria. Mi adolescencia universitaria es inseparable del cigarrillo, de los ovalados Nacional Presidente de tabaco negro y algo picante que fumaba sin parar, mientras leía, veía películas, discutía, enamoraba, conspiraba o intentaba escribir. Tragar y echar el humo, en argollas o tirabuzones o como una nubecilla que se iba descomponiendo en figuras danzantes, era una gran felicidad: una compañía, un apoyo, una distracción, un estímulo. Cuando llegué a Europa, en 1958, fumaba un par de cajetillas diarias cuando menos, y debían de haber acariciado mis pulmones ya los humos y humores de varios millares de cigarrillos. El descubrimiento de los Gitanes, en París, catapultó mi afición al tabaco; pronto pasé de dos a tres paquetes diarios. Fumaba todo el día, empezando inmediatamente después del desayuno. No podía fumar en ayunas, pero, luego del café cargado y el croissant, esa primera aspiración de humo espeso me hacía el efecto del verdadero despertar, del comienzo del día, del primer impulso vital, de la puesta en marcha del organismo. Recuerdo perfectamente bien que tener un cigarrillo encendido en la mano se convirtió en el requisito indispensable para cualquier acción o decisión, trivial o importante, de la vida: abrir una carta, contestar una llamada por teléfono o pedir un préstamo en el banco. Fumaba entre plato y plato a la hora de las comidas y en la cama, dando la última pitada cuando el sueño me había arrebatado ya parte de la conciencia.
Por esa época, mediados de los sesenta, un médico me advirtió que el cigarrillo me estaba haciendo daño, y que, si no lo suprimía, debía por lo menos reducir drásticamente la ración de tabaco. Vivía atormentado con problemas de bronquios, y los inviernos parisinos me tenían estornudando y tosiendo sin cesar. No le hice caso, convencido de que sin el tabaco la vida se me empobrecería terriblemente, y que, incluso, hasta perdería las ganas de escribir. Pero, al trasladarme a Londres, en 1966, intenté un acomodo cobardón con mi vicio solitario: fumar, en vez de los amados Gitanes, los esmirriados y rubiones Players Number 6, que tenían filtro, menos tabaco y que nunca me acabaron de gustar. Lo hice porque empecé a sentir, en las tardes o noches, a causa de la intoxicación de nicotina, unas punzadas en el pecho que sólo amainaban bebiéndome un vaso de leche.
Pero no fueron los bronquios maltratados ni las punzadas pectorales, sino un médico de Pullman, cuyo nombre, oh ingratitud humana, he olvidado, lo que me decidió por fin a dejar de fumar. Estaba allí, en esa remota localidad favorecida por las tormentas de nieve y las rojas manzanas del centro del Estado de Washington, de profesor visitante, y mi simpático vecino, profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad, me veía fumar como un murciélago, día y noche, francamente espantado. Muy en serio, en nombre de nuestra flamante amistad, me pidió que le regalara medio día de mi vida. Lo hice, porque me caía muy bien, pero advirtiéndole que era genéticamente alérgico a las conversiones (religiosas, políticas o medicinales). Sonrió, comprensivo, y me llevó al hospital de la Universidad, donde, durante tres o cuatro horas, me dio una clase práctica contra el cigarrillo.
Salí de aquella visita convencido de que los seres humanos somos todavía más estúpidos de lo que parecemos, porque fumar constituye un cataclismo sin remedio para cualquier organismo, como puede comprobar cualquiera que se tome el trabajo de consultar la enciclopédica información científica que existe al respecto y que no ha podido ser rebatida por ninguna de las comisiones de científicos contratadas por las compañías tabacaleras para tratar de contrarrestar las abrumadoras conclusiones de todas las investigaciones independientes sobre los efectos del tabaco, y, pese a ello, existen todavía -y sin duda seguirán existiendo- millones de fumadores en el mundo. Tal vez lo que más me impresionó fue advertir la absoluta desproporción que, en el caso del cigarrillo, existe entre el placer obtenido y el riesgo corrido, a diferencia de otras prácticas, también peligrosas para la salud -me resisto a llamarlas vicios-, pero infinitamente más suculentas que la tontería de tragar y expeler humo. Ahora bien, a pesar de haber sido tan fanáticamente persuadido por mi amigo de Pullman de la barbaridad criminal que era fumar, seguí haciéndolo por lo menos todavía un año más, sin atreverme a dar el paso decisivo. Pero, eso sí, descompuesto por el temor y la mala conciencia y los remordimientos cada vez que encendía un cigarrillo.
Dejé de fumar el día de 1970 que abandoné Londres para irme a vivir a Barcelona. Fue mucho menos difícil de lo que temía. Las primeras semanas no hice otra cosa que no fumar -era la única actividad que tenía en la cabeza-, pero me ayudó mucho, desde el primer momento, empezar a dormir por fin como una persona normal, sin los accesos de tos que antes me despertaban varias veces en la noche, y despertar en la mañana con el cuerpo fresco, sin la fatiga de antes. Resultó divertidísimo descubrir que había olores distintos en la vida -que existía el olfato-, y, sobre todo, sabores, es decir que no era lo mismo dar cuenta de un churrasco con arroz que de un plato de garbanzos. Juro que no es una exageración, pero el tabaco me había estragado por completo el sentido del gusto. Dejar de fumar no afectó para nada mi trabajo intelectual; por el contrario, pude trabajar más horas, sin aquellas punzadas que antes me arrancaban del escritorio, mareado, en busca del vaso de leche. Las consecuencias negativas de dejar de fumar fueron el apetito, que se me multiplicó, y me obligó a hacer ejercicios, dietas y hasta ayunos, y una cierta alergia al olor del tabaco, que, en países donde todavía se fuma mucho y por doquier, como en España o América Latina, puede complicarle la vida bastante al ex fumador.
Como suele ocurrir con los horribles conversos, en los primeros tiempos me volví un apóstol del antitabaco. En Barcelona, una de mis primeras conquistas fue García Márquez, a quien, una noche, en un bar de la calle Tuset, lívido de horror con mis historias misioneras sobre los estragos de la nicotina, vi arrojar la cajetilla de cigarrillos a la pista y jurar que no fumaría más. Cumplió lo prometido. A varios de mis amigos de esos años convencí de que dejaran de fumar y adoptaran vicios más sabrosos y benignos, pero fracasé estrepitosamente con Carlos Barral. Mi celo apostólico fue mermando con los años, sobre todo a medida que, en buena parte del mundo, se multiplicaban las campañas contra el cigarrillo, y el tema adquiría en ciertos países, como Estados Unidos y Gran Bretaña, ribetes paranoicos, poco menos que de cacería de brujas. Hoy día es imposible, en esos países, no sentir una cierta solidaridad cívica con los fumadores, que han pasado a ser, en muchos sentidos, ciudadanos de segunda clase: perseguidos, prohibidos de practicar su adicción casi en todas partes, se los nota, además, acomplejados, avergonzados y conscientes de su lastimosa condición, como los leprosos en la Edad Media.
Desde luego, es muy justo que las compañías que fabrican cigarrillos sean penalizadas si han ocultado información, o si -delito todavía más grave- han utilizado sustancias prohibidas para aumentar la adicción, pero ¿no es una hipocresía considerarlas enemigas de la humanidad mientras el producto que ofrecen no haya sido objeto de una prohibición específica por parte de la ley? Hay quienes reclaman esa prohibición, considerando que el Estado tiene la obligación de proteger la salud pública y precaverla contra un producto cuyos efectos son devastadores sobre el organismo. Quienes así piensan han olvidado, sin duda, lo ocurrido con la famosa ley seca en Estados Unidos, que, en vez de poner fin al consumo de alcohol, lo incrementó, y además trajo consigo un aumento feroz de la criminalidad, el contrabando y la violencia callejera. O lo que ocurre hoy mismo con drogas como la marihuana y la cocaína, cuyo consumo, pese a las prohibiciones y persecuciones, aumenta de manera sistemática, así como las mafias y la corrupción que rodea a la poderosísima industria del narcotráfico.
El tabaco es muy dañino, y quienes fuman se juegan no sólo la vida sino la invalidez y la disminución paulatina o brutal de sus facultades físicas e intelectuales, y la obligación de los Estados, en una sociedad democrática, es hacérselo saber a los ciudadanos de modo que éstos puedan decidir, con conocimiento de causa, si fuman o no fuman. La verdad es que esto es lo que hoy está ocurriendo en la mayor parte de los países occidentales. Si un estadounidense, francés, español o italiano fuma, no es por ignorancia de lo que ello significa para su salud, sino porque no quiere enterarse o porque no le importa. Suicidarse a pocos es un derecho que debería figurar entre los derechos de la persona humana. La verdad es que ésta es la única política posible, si se quiere preservar la libertad del individuo, una libertad que sólo tiene sentido y razón de ser si este individuo puede optar no sólo por aquello que lo beneficia, sino también por lo que lo daña o perjudica. ¿Qué libertad sería aquella que sólo permitiera optar por el bien y lo bueno, y excluyera de la elección todo lo malo y perjudicial?
El alcohol es probablemente tanto o más dañino que el cigarrillo, y sus consecuencias sociales son sin la menor duda más transtornadoras y trágicas que las de la nicotina, como lo prueban los accidentes de tráfico de cada día provocados por las borracheras de los conductores o los desmanes de los hooligans en los estadios ingleses. Y, sin embargo, todavía a nadie se le ha ocurrido desencadenar contra las compañías cerveceras, o las destilerías de whisky y de vodka, las campañas cívicas y legales con que son acosadas las tabacaleras.
Si se reconoce al Estado el derecho de velar por la salud de los ciudadanos hasta sus últimas consecuencias, la libertad -el derecho de elegir- desaparecería incluso de los manteles del hogar. Porque la comida es, acaso, una de las mayores causantes de las enfermedades y catástrofes para la salud que devastan a la sociedad humana. Por exagerado que parezca, más bípedos mueren de comer mucho y de comer mal, que de comer poco o de no comer. De modo que si se confiere a los gobiernos o a los tribunales la decisión final del porcentaje de nicotina que debe permitirse ingerir a los individuos, con la misma lógica habría que autorizarlos a determinar las calorías lícitas e ilícitas que deben componer las dietas de las familias. Aunque, a primera vista, la decisión de aquel jurado de Miami de multar con esa cifra astronómica a las compañías tabacaleras parezca una medida de progreso, no lo es, pues ella establece un peligroso precedente para coartar la libertad humana.

Friday, November 18, 2011

Un idilio en una jaula

Joaquín Dicenta (España)

Ella era una muchacha rubia, muy rubia, verdadero tipo de soñadora, con los ojos azules, el cutis pálido y los labios entreabiertos, como si tratasen de ofrecer salida a los suspiros de su pena. Porque sufría mucho aquella infeliz víctima de dieciocho años, que, soñando con un amor todo sensibilidad y delicadeza, se encontró unida, sin quererlo y sin saberlo casi, a un banquero malcriado y soez, insolente y pletórico como las talegas de plata que almacenaba en la caja de sus caudales.
La boda fue uno de esos contratos brutales que se conciertan a espaldas de la ley, y que la ley sanciona luego tranquilamente. Dolores era hermosa, el banquero rico y los padres de la muchacha pobres y egoístas. El trato se hizo pronto.
-«Toma su belleza y abre tu bolsa» -dijeron los padres de la niña; y, previa la bendición de un clérigo, arrojaron a su hija en los brazos del adinerado traficante.
Aquel abrazo hizo daño en la existencia de la joven.La mano grosera del patán afectando una flor delicada.Dolores se iba muriendo poco a poco, a semejanza de las flores que se marchitan, derramando perfumes que nadie se cuidaba de recoger.
Se iba muriendo sin encontrar algo dulce alrededor suyo.Tenía en su gabinete una jaula y se pasaba las horas delante de ella, oyendo los trinos de sus canarios, única nota de poesía que vibraba en aquel hogar repleto de lujo y falto de ternura.
Mil veces me detuve yo, su hermano más que su amigo, en el centro de la habitación para contemplar a Dolores, que, puesta en pie delante de su querida jaula, inclinada sobre los alambres y mostrando en su rostro cierta satisfacción melancólica, seguía con ojos curiosos los múltiples y ágiles movimientos de aquellos preciosos animales, que saltaban por entre los barrotes de su cárcel. Se perseguían los unos a los otros, alegres en su cautiverio, más alegres aun porque distraían las angustias y los pesares de su dueña.
En ocasiones, sintiéndome envidioso de los que me ayudaban a endulzar la agonía de aquella hermosa criatura, protestaba de su preferencia por los canarios, y Dolores, volviéndose hacia mí y riendo con la risa amarga y silenciosa propia a los desgraciados, me decía: “Si supieras lo que valen no les harías objeto de tu rivalidad. Estos alambres componen el límite de un mundo pequeñito, donde se realizan escenas como las que yo he soñado en momentos felices, que por ser felices huyeron pronto. Todas estas cabezas menudas, revoltosas, coordinan ideas, reflexionan; y todos esos corazones diminutos que dan vida y calor a su plumaje, sienten más hondo que los hombres y saben amar mejor que ellos.
-¡No te rías! -gritaba Dolores al ver un gesto de incredulidad en mis labios-; ¡no te rías! Yo he sido testigo presencial de un hecho que prueba hasta qué punto son capaces de sacrificarse por el ser amado estos animalitos.
Y así diciendo, para vencer mis dudas, me refirió cierta noche una historia breve ,una historia que quiero estampar en letras de molde, como tributo rendido a la memoria de aquella mujer que ya no existe.
***
Eran dos. La hembra fina, pequeña, con el plumaje brilloso, el pico menudo y las patitas pequeñas. El macho más grande, más fuerte, con la cabeza adornada por un moño de color de oro, era un cantor infatigable y un amante rendido y leal.
Siempre estaban juntos. Allí, en lo alto de la pared, construían todos los años un nido chiquitito, como si tuviesen afán de separarse lo menos posible, y vivían felices, como viven los que se aman, como yo he soñado vivir, ¡como ya no viviré nunca!...
Aquella pareja disfrutaba de mi predilección, y, sabedora de ello, se ganaban mi cariño. Al sólo anuncio de mi voz acudían a los barrotes de la jaula, con los picos entreabiertos para darme la bienvenida y recoger, picoteando sobre mis labios, mi saludo.
Un día, el macho, al saltar desde los alambres lo hizo con tan mala fortuna que quedó preso en uno de los hierros, oscilando con angustia y al tratar de hacer un esfuerzo para incorporarse, se hirió una pata y cayó al suelo piando tristemente, mientras la hembra, dando vueltas alrededor suyo, lo miraba con unos ojos tan tristes que daban ganas de llorar.
Buscando yo consuelo para la desgracia de mi favorito, llamé al hombre encargado de cuidar los canarios, y él, señalándome la pata del herido que colgaba casi desprendida, exclamó: -«Hay que cortarla».
-«¡No!» -grité yo. Entonces el hombre agregó:«Se le caerá sola».
-«¡Pues que se le caiga!»,le dije ,y cogiendo al canario entre mis manos, lo trasladé a otra jaula, y trasladé con él a su compañera de amor y de infortunio. Al levantarme al día siguiente vine a este sitio, deseosa de conocer el estado del pobre enfermo. ¿Sabes lo que vi?
Pues vi a la hembra con el pecho sin plumas, jadeante. Sí, se había arrancado sus plumas una tras otra durante la noche, y con aquellas partes de su propio ser, había construido un lecho para que reposara de sus torturas el amor de sus amores, el dueño de su corazón.
Y allí estuvo él durante quince días, y allí estuvo la hembra cuidándole con esmero de madre, llevándole en el pico agua para su sed, alimento para su hambre, calor para su cuerpo y consuelo para su desgracia.
Allí estuvo hasta que después de los quince días salió el canario de su quietud sano y alegre, pagando con un himno sonoro los desvelos de su compañera.
¿Comprendes ahora por qué los quiero tanto? -exclamó Dolores con amargura-. Porque saben amar: con tal intensidad que a los pocos meses murió la hembra, y al día siguiente encontré muerto al macho en el último rincón de la jaula.
¡Ah! -siguió diciendo Dolores:- ¡yo también he soñado muchas veces con un cariño semejante! ¡Yo también hubiese arrancado por el ser querido todas, absolutamente todas las fibras de mi alma! Y sin embargo... ¡ya lo ves!
E inclinó la cabeza sobre su pecho, mientras una lágrima silenciosa rodaba por sus mejillas de azucena.


Wednesday, February 16, 2011

El vals del Fausto

Julia Asensi

Manuel, Luis y Alberto habían estudiado juntos en Madrid; el primero había seguido la carrera de médico y los dos últimos la de abogado. Poco más o menos los tres tenían la misma edad, y las circunstancias habían hecho que, terminados sus estudios casi al propio tiempo, se hubiesen separado en seguida para habitar distintas poblaciones.
Manuel había partido para Barcelona, Luis para Sevilla, Alberto para un pobre lugar de Extremadura. Todos prometieron escribirse y lo cumplieron durante algunos años, siendo el primero quien faltó a lo convenido el joven Alberto. Manuel y Luis no pudieron obtener noticia ninguna, a pesar de sus continuas cartas que, dirigidas a su antiguo compañero, no tuvieron contestación por espacio de un año.
Llegado el mes de Diciembre, Luis y Manuel decidieron pasar juntos las Pascuas en Madrid. Se encontraron el día 24; se abrazaron con efusión, se contaron lo que no habían podido escribirse, reanudaron sus paseos, frecuentaron los cafés y los teatros, viendo las funciones más notables. También comieron en los principales hoteles, se presentaron sus nuevos conocidos y así se pasó una semana. El primero de Enero, Luis y Manuel, caminando por una calle vieron de pronto a un joven de hermosa presencia, de fisonomía pálida y melancólica y de elevada estatura que los observaba atentamente. Luis fue el primero que lo advirtió y fijó sus ojos con asombro en el caballero. -Juraría que es Alberto -murmuró.
-¿Dónde está? -preguntó Manuel. “Allí, enfrente de nosotros, no es posible que dejes de verle porque se halla solo”,comentó Luis.
-Es cierto -dijo el médico-; aunque está bastante cambiado es nuestro amigo, le reconozco. ¡Parece que sufre! Fueron hasta donde Alberto, que los esperaba inmóvil, lo abrazaron y el joven respondió con frialdad ese gesto. Interrogado por su silencio, les contestó que había sido muy desgraciado y que no había tenido valor para contestar las cartas en las que Luis y Manuel le participaban que eran felices.
-El pesar es egoísta -les dijo-; siendo tan infortunado hubiera querido que el mundo entero sufriese lo que yo. Ahora que no padezco, deseo me digan lo que hicieron desde hace seis meses que dejé mi pueblo de Extremadura para ir... ¿dónde fui? Se me ha olvidado por completo.
-Yo -dijo Manuel-, conocí hace tiempo en Barcelona a una hermosa joven, de quien hablé con frecuencia en mis cartas. Curé a su padre una grave enfermedad, todos los días y casi a todas horas estuve al lado de ese paciente, a quien entregué lo mejor de mi profesionalismo y finalmente sanó.Ese hecho fue muy conocido por todo el pueblo y me llamaron muchas familias que me aseguraron un porvenir brillante .Luego me casé hace cinco meses, pudiendo considerarme hoy el más venturoso de los mortales. Asuntos de interés me han traído a Madrid, y a no ser por el gusto que tengo al verme entre ustedes estaría desesperado por haber abandonado mi hogar varios días.
-Yo -continuó Luis-, entré en Sevilla .Hice mis prácticas en casa de un famoso abogado, padre de dos lindísimas jóvenes. Las veía constantemente, las hablaba en su casa, en el paseo, en el teatro, y no tardé en conocer que no era del todo indiferente a la mayor. Una feliz inspiración que tuve, hizo ganar al padre un pleito que se creía perdido y desde entonces me recomendó a varios de sus amigos.El me asoció a sus negocios y llegué a obtener mucho dinero, y lo que es mejor, la mano de su hija mayor. He venido a comprar joyas para ella, pues deseo que no haya mujer que más lujo tenga, como no la hay más hermosa mujer que haya visto. Pensé vivir desesperado lejos de ella, pero me gustó la idea de Manuel para reunirnos y reencontrarme también contigo, mi querido Alberto.
Dónde estás viviendo, preguntaron a Alberto, quien agregó muy triste vivir en una calle cercana.Ellos lo invitaron hospedarse juntos ,pero rechazó la idea.
-Pero al menos irás esta noche a buscarnos para que comamos juntos. Alberto aceptó con un leve “no hay inconveniente”.
-Tú, Alberto -dijo Manuel-, no nos has contado tu historia.
-Es muy breve -murmuró el joven-. Conocí en el pueblo de Extremadura, para desgracia mía a una muchacha bella, instruida y amable ,educada en un claustro por religiosas.Al terminar su enseñanza salió de su encierro y desconocía los atractivo de la vida. No parecía saber más que lo que le enseñaron las venerables madres del convento. Su ingenuidad me encantaba, me fascinaba su hermosura, y admiraba su pura sencillez. Se llamaba Clementina. Una mañana llegó al lugar un regimiento militar que debía permanecer allí algunas semanas.Eentre los oficiales, había uno de simpática presencia y buenas maneras, del que me hice pronto amigo, depositando en él mi secreto de mi amor con una confianza ciega, propia únicamente de un niño. Una noche de noviembre, triste y silenciosa, me dirigí hacia la casa de Clementina, cuando...
Alberto se detuvo, y sus amigos le imitaron, una mortal palidez cubrió su semblante, y tuvo que apoyarse en el brazo de Manuel para no caer. Al lado de ellos un muchacho feo tocaba violín con un aire popular italiano . Algunas personas caritativas le arrojaron monedas desde los balcones de las casas y el chico dejó de tocar para recoger la limosna.
Alberto empezó a serenarse, pero cuando el artista tomó el violín de nuevo y siguió tocando la interrumpida canción, el joven sintió el mismo malestar, se desprendió de los brazos de sus amigos y echó a correr como un loco, sin que Manuel ni Luis consiguieran alcanzarlo.
-La música influye demasiado en él -dijo Alberto. Sí, te hace sufrir -añadió el segundo-, pero ¿por qué? Luego entraron en un bar tristes y preocupados.
Por la noche Alberto más sereno y tranquilo estuvo con sus amigos. Los tres se sentaron en la mesa reservada cerca de un gran salón en el que se oía conversar a muchas personas.
-Tengo que acabar de contar mi historia -dijo Alberto apenas les sirvieron los postres-. Recuerdo que una noche del mes de Noviembre me dirigía hacia casa de Clementina. La joven no me esperaba en la reja como de costumbre; hallé la puerta abierta, entré y la vi conversando con el oficial. Me había citado a las nueve,pero como estaba distraído no observé que en mi reloj apenas eran las ocho. Clementina lanzó un grito al verme, el oficial llevó involuntariamente la mano a su espada y aquel grito y aquel ademán me revelaban toda la extensión de mi desdicha.
No sé lo que hice, no me acuerdo, acaso perdí el juicio, porque cuando volví en mí me sujetaban varios hombres. Pasaron tres meses y al cabo de ellos vi de nuevo a aquella pérfida.Su casamiento con el oficial era cosa resuelta, y él estaba en Badajoz, donde había ido a buscar algunos papeles de familia. Por aquella época dio un señor un gran baile al que fui invitado. Clementina estaba en esa fiesta radiante de hermosura.La vi bailar con muchos sin acercarme a ella, pero al oír exclamar: ¡Este es el último vals! no pude resistir más y le dije:
-Mañana me marcho del pueblo para no verte más, ¿quieres bailar conmigo por última vez? No te hablaré de amor, nada te diré que pueda ofenderte. Si había un resto de compasión en el alma de aquella mujer, creo que lo tuvo en ese momento de mí. Se levantó y pronto nos confundimos entre las demás parejas. Aquel vals debió durar mucho tiempo. Terminó la música y seguimos bailando sin que nadie pudiera detenernos.La expresión de mi rostro dicen que era terrible, y Clementina pálida y sin aliento repetía sin cesar: “-Basta por Dios, basta”.
Al fin me rendí yo también, pero antes de separarme de aquella mujer amada la estreché con todas mis fuerzas en mis brazos, luego la miré y vi sus ojos cerrados y pálida su frente .Noté su mano helada. La apartaron de mí y oí que exclamaban:¡muerta! ¡él la ha matado!
No sé lo que pasó después; cuentan que me volví loco y que me encerraron durante seis meses en el manicomio de San Baudilio. Gracias a mi padre salí de aquella casa y desde ella fui enviado a Madrid. Estoy curado casi totalmente, y digo casi porque cuando oigo música creo que me hallo al lado de Clementina, quiero bailar con ella, y me da un acceso de locura. Me he convencido de una cosa, y es que si vuelvo a oír aquel vals que bailé con ella me moriré.
-¡Pobre Alberto! -exclamó Manuel-, nosotros te curaremos. En aquel momento sonaron algunos acordes en el piano del salón contiguo. Alberto se levantó.
-Voy a decir que no toquen -dijo Luis disponiéndose a salir. Pero Alberto pidió que no.Quería que Manuel observe el efecto que le hacía la música para que vea sus reacciones y empiece su labor como médico.”Tal vez logre curarme”,dijo
En el piano empezaron a tocar el vals del Fausto, la bella ópera de Gounod.-Abre el balcón, me ahogo -dijo Alberto-; falta aquí aire para respirar. Entonces Luis obedeció.
-¡Que hermoso vals! -exclamó Alberto-, este era precisamente el que yo bailaba con mi amada Clementina. ¡Qué seductora estaba con su traje blanco, una rosa prendida en sus cabellos, un collar de perlas, brazaletes de oro y ricas piedras! La reina de la fiesta ¡ay! pero su rey no era yo.
De repente se levantó, corrió precipitadamente hacia el balcón sin que sus amigos pudieran detenerle, y ya en él dijo, al parecer más tranquilo: -El aire de la noche me hace bien, ¡qué armonía! ¡qué dulces notas!
Manuel y Luis estaban aterrados; cuando recobraron su sangre fría, oyeron un ruido extraño, corrieron hacia el balcón y lo hallaron desierto. Al mirar a la calle vieron junto a la casa, una masa inerte. Bajaron y encontraron moribundo al pobre Alberto, al que rodeaban ya algunas personas.
Al expirar el joven, el piano tocaba las últimas notas del vals del Fausto