Julia Asensi
Manuel, Luis y Alberto habían estudiado juntos en Madrid; el primero había seguido la carrera de médico y los dos últimos la de abogado. Poco más o menos los tres tenían la misma edad, y las circunstancias habían hecho que, terminados sus estudios casi al propio tiempo, se hubiesen separado en seguida para habitar distintas poblaciones.
Manuel había partido para Barcelona, Luis para Sevilla, Alberto para un pobre lugar de Extremadura. Todos prometieron escribirse y lo cumplieron durante algunos años, siendo el primero quien faltó a lo convenido el joven Alberto. Manuel y Luis no pudieron obtener noticia ninguna, a pesar de sus continuas cartas que, dirigidas a su antiguo compañero, no tuvieron contestación por espacio de un año.
Llegado el mes de Diciembre, Luis y Manuel decidieron pasar juntos las Pascuas en Madrid. Se encontraron el día 24; se abrazaron con efusión, se contaron lo que no habían podido escribirse, reanudaron sus paseos, frecuentaron los cafés y los teatros, viendo las funciones más notables. También comieron en los principales hoteles, se presentaron sus nuevos conocidos y así se pasó una semana. El primero de Enero, Luis y Manuel, caminando por una calle vieron de pronto a un joven de hermosa presencia, de fisonomía pálida y melancólica y de elevada estatura que los observaba atentamente. Luis fue el primero que lo advirtió y fijó sus ojos con asombro en el caballero. -Juraría que es Alberto -murmuró.
-¿Dónde está? -preguntó Manuel. “Allí, enfrente de nosotros, no es posible que dejes de verle porque se halla solo”,comentó Luis.
-Es cierto -dijo el médico-; aunque está bastante cambiado es nuestro amigo, le reconozco. ¡Parece que sufre! Fueron hasta donde Alberto, que los esperaba inmóvil, lo abrazaron y el joven respondió con frialdad ese gesto. Interrogado por su silencio, les contestó que había sido muy desgraciado y que no había tenido valor para contestar las cartas en las que Luis y Manuel le participaban que eran felices.
-El pesar es egoísta -les dijo-; siendo tan infortunado hubiera querido que el mundo entero sufriese lo que yo. Ahora que no padezco, deseo me digan lo que hicieron desde hace seis meses que dejé mi pueblo de Extremadura para ir... ¿dónde fui? Se me ha olvidado por completo.
-Yo -dijo Manuel-, conocí hace tiempo en Barcelona a una hermosa joven, de quien hablé con frecuencia en mis cartas. Curé a su padre una grave enfermedad, todos los días y casi a todas horas estuve al lado de ese paciente, a quien entregué lo mejor de mi profesionalismo y finalmente sanó.Ese hecho fue muy conocido por todo el pueblo y me llamaron muchas familias que me aseguraron un porvenir brillante .Luego me casé hace cinco meses, pudiendo considerarme hoy el más venturoso de los mortales. Asuntos de interés me han traído a Madrid, y a no ser por el gusto que tengo al verme entre ustedes estaría desesperado por haber abandonado mi hogar varios días.
-Yo -continuó Luis-, entré en Sevilla .Hice mis prácticas en casa de un famoso abogado, padre de dos lindísimas jóvenes. Las veía constantemente, las hablaba en su casa, en el paseo, en el teatro, y no tardé en conocer que no era del todo indiferente a la mayor. Una feliz inspiración que tuve, hizo ganar al padre un pleito que se creía perdido y desde entonces me recomendó a varios de sus amigos.El me asoció a sus negocios y llegué a obtener mucho dinero, y lo que es mejor, la mano de su hija mayor. He venido a comprar joyas para ella, pues deseo que no haya mujer que más lujo tenga, como no la hay más hermosa mujer que haya visto. Pensé vivir desesperado lejos de ella, pero me gustó la idea de Manuel para reunirnos y reencontrarme también contigo, mi querido Alberto.
Dónde estás viviendo, preguntaron a Alberto, quien agregó muy triste vivir en una calle cercana.Ellos lo invitaron hospedarse juntos ,pero rechazó la idea.
-Pero al menos irás esta noche a buscarnos para que comamos juntos. Alberto aceptó con un leve “no hay inconveniente”.
-Tú, Alberto -dijo Manuel-, no nos has contado tu historia.
-Es muy breve -murmuró el joven-. Conocí en el pueblo de Extremadura, para desgracia mía a una muchacha bella, instruida y amable ,educada en un claustro por religiosas.Al terminar su enseñanza salió de su encierro y desconocía los atractivo de la vida. No parecía saber más que lo que le enseñaron las venerables madres del convento. Su ingenuidad me encantaba, me fascinaba su hermosura, y admiraba su pura sencillez. Se llamaba Clementina. Una mañana llegó al lugar un regimiento militar que debía permanecer allí algunas semanas.Eentre los oficiales, había uno de simpática presencia y buenas maneras, del que me hice pronto amigo, depositando en él mi secreto de mi amor con una confianza ciega, propia únicamente de un niño. Una noche de noviembre, triste y silenciosa, me dirigí hacia la casa de Clementina, cuando...
Alberto se detuvo, y sus amigos le imitaron, una mortal palidez cubrió su semblante, y tuvo que apoyarse en el brazo de Manuel para no caer. Al lado de ellos un muchacho feo tocaba violín con un aire popular italiano . Algunas personas caritativas le arrojaron monedas desde los balcones de las casas y el chico dejó de tocar para recoger la limosna.
Alberto empezó a serenarse, pero cuando el artista tomó el violín de nuevo y siguió tocando la interrumpida canción, el joven sintió el mismo malestar, se desprendió de los brazos de sus amigos y echó a correr como un loco, sin que Manuel ni Luis consiguieran alcanzarlo.
-La música influye demasiado en él -dijo Alberto. Sí, te hace sufrir -añadió el segundo-, pero ¿por qué? Luego entraron en un bar tristes y preocupados.
Por la noche Alberto más sereno y tranquilo estuvo con sus amigos. Los tres se sentaron en la mesa reservada cerca de un gran salón en el que se oía conversar a muchas personas.
-Tengo que acabar de contar mi historia -dijo Alberto apenas les sirvieron los postres-. Recuerdo que una noche del mes de Noviembre me dirigía hacia casa de Clementina. La joven no me esperaba en la reja como de costumbre; hallé la puerta abierta, entré y la vi conversando con el oficial. Me había citado a las nueve,pero como estaba distraído no observé que en mi reloj apenas eran las ocho. Clementina lanzó un grito al verme, el oficial llevó involuntariamente la mano a su espada y aquel grito y aquel ademán me revelaban toda la extensión de mi desdicha.
No sé lo que hice, no me acuerdo, acaso perdí el juicio, porque cuando volví en mí me sujetaban varios hombres. Pasaron tres meses y al cabo de ellos vi de nuevo a aquella pérfida.Su casamiento con el oficial era cosa resuelta, y él estaba en Badajoz, donde había ido a buscar algunos papeles de familia. Por aquella época dio un señor un gran baile al que fui invitado. Clementina estaba en esa fiesta radiante de hermosura.La vi bailar con muchos sin acercarme a ella, pero al oír exclamar: ¡Este es el último vals! no pude resistir más y le dije:
-Mañana me marcho del pueblo para no verte más, ¿quieres bailar conmigo por última vez? No te hablaré de amor, nada te diré que pueda ofenderte. Si había un resto de compasión en el alma de aquella mujer, creo que lo tuvo en ese momento de mí. Se levantó y pronto nos confundimos entre las demás parejas. Aquel vals debió durar mucho tiempo. Terminó la música y seguimos bailando sin que nadie pudiera detenernos.La expresión de mi rostro dicen que era terrible, y Clementina pálida y sin aliento repetía sin cesar: “-Basta por Dios, basta”.
Al fin me rendí yo también, pero antes de separarme de aquella mujer amada la estreché con todas mis fuerzas en mis brazos, luego la miré y vi sus ojos cerrados y pálida su frente .Noté su mano helada. La apartaron de mí y oí que exclamaban:¡muerta! ¡él la ha matado!
No sé lo que pasó después; cuentan que me volví loco y que me encerraron durante seis meses en el manicomio de San Baudilio. Gracias a mi padre salí de aquella casa y desde ella fui enviado a Madrid. Estoy curado casi totalmente, y digo casi porque cuando oigo música creo que me hallo al lado de Clementina, quiero bailar con ella, y me da un acceso de locura. Me he convencido de una cosa, y es que si vuelvo a oír aquel vals que bailé con ella me moriré.
-¡Pobre Alberto! -exclamó Manuel-, nosotros te curaremos. En aquel momento sonaron algunos acordes en el piano del salón contiguo. Alberto se levantó.
-Voy a decir que no toquen -dijo Luis disponiéndose a salir. Pero Alberto pidió que no.Quería que Manuel observe el efecto que le hacía la música para que vea sus reacciones y empiece su labor como médico.”Tal vez logre curarme”,dijo
En el piano empezaron a tocar el vals del Fausto, la bella ópera de Gounod.-Abre el balcón, me ahogo -dijo Alberto-; falta aquí aire para respirar. Entonces Luis obedeció.
-¡Que hermoso vals! -exclamó Alberto-, este era precisamente el que yo bailaba con mi amada Clementina. ¡Qué seductora estaba con su traje blanco, una rosa prendida en sus cabellos, un collar de perlas, brazaletes de oro y ricas piedras! La reina de la fiesta ¡ay! pero su rey no era yo.
De repente se levantó, corrió precipitadamente hacia el balcón sin que sus amigos pudieran detenerle, y ya en él dijo, al parecer más tranquilo: -El aire de la noche me hace bien, ¡qué armonía! ¡qué dulces notas!
Manuel y Luis estaban aterrados; cuando recobraron su sangre fría, oyeron un ruido extraño, corrieron hacia el balcón y lo hallaron desierto. Al mirar a la calle vieron junto a la casa, una masa inerte. Bajaron y encontraron moribundo al pobre Alberto, al que rodeaban ya algunas personas.
Al expirar el joven, el piano tocaba las últimas notas del vals del Fausto
Wednesday, February 16, 2011
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