Autor : Mario Vargas Llosa
Me emociona llegar a California, una tierra en que
dos culturas, la inglesa y la hispánica, se tocan, y a veces confunden, en
tensa coexistencia. Para algunos, el multiculturalismo en el seno de una
sociedad es semilla de desavenencias y conflictos; yo creo que es la mejor
riqueza de que puede preciarse un país, su llave maestra para asegurarse un
lugar de vanguardia en la civilización que está gestándose. Y por eso veo en
California, y sobre todo en Los Angeles, un espejo del milenio que se viene,
de un futuro en el que, ojalá (apostemos por ello), los seres humanos
puedan moverse por el ancho mundo como por su casa, cruzar y descruzar a
su antojo unas fronteras que se habrán adelgazado hasta volverse
inservibles, convivir y mezclarse con hombres y mujeres de otras lenguas,
razas y creencias, y echar raíces donde les plazca, es decir, donde encuentren
aires propicios para materializar ese derecho a la felicidad que la Constitución
de los Estados Unidos -la única en el mundo, que yo sepa- reconoce a los
ciudadanos.
Cientos de miles de personas vinieron en el siglo pasado, y han seguido
viniendo en el presente, a California, en pos de ese sueño. Y, aunque
muchos fracasaron y vieron trizarse sus ilusiones, el mito prevaleció hasta
nuestros días: no es extraño por eso que aquí surgiera Hollywood, fábrica de
quimeras. El nombre de California, de estirpe caballeresca, resuena con
música de leyenda, de mito áureo, para quienes, aguijoneados por el más
justo de los ideales -alcanzar una vida más libre, más segura y más cómoda-
y a menudo a costa de grandes sacrificios llegan hasta aquí.
Entre esas muchedumbres trasplantadas aquí del sur del continente, hay dos
personas que conocí muy de cerca: mis padres. Vinieron del Perú, escapando
de una situación difícil. En Los Angeles debieron renunciar a la relativa
comodidad de clase media en que habían vivido en su tierra natal, y empezar
a rehacer su vida desde el escalón más humilde: los trabajos manuales. Ya
no eran jóvenes y debieron luchar con uñas y dientes para salir adelante. El
duro esfuerzo no los amilanó; en Los Angeles llegaron a sentirse en casa.
Para sorpresa mía, cuando mi padre murió, mi madre, a la que siempre creí
muerta de pena por tener que vivir lejos del Perú, decidió quedarse aquí,
sola, y hasta pidió la nacionalidad estadounidense, algo que en más de
veinte años se había resistido a hacer. Fue un gesto simbólico, de solidaridad
con la que se había convertido en su segunda patria.
Convivencia entre diferentes
Tal vez por ello nunca me he sentido un extranjero en Los Angeles. Nadie que
hable y escriba en español puede sentirse forastero en una ciudad tan
impregnada de cultura latinoamericana. El caso de mis padres es el de
incontables familias o individuos, que, venidos de todos los rincones del
mundo, y rompiéndose los lomos, encontraron aquí unos estímulos para vivir
y trabajar que, por circunstancias a veces políticas, a veces económicas, o por
ambas, sus países de origen les negaban.
La diversidad de razas, lenguas, tradiciones y costumbres plantea dificultades
para la convivencia, desde luego. Pero es también un patrimonio que ha
hecho de Los Angeles un microcosmos, una ciudad síntesis de la humanidad
futura. Buen ejemplo de ello es la Universidad de California, en Los Angeles
(UCLA), donde veo, entre los graduados de este año, representados los cinco
continentes.
La convivencia en la diversidad, esencia de la democracia, nunca es fácil.
Conspiran contra ella antiquísimos prejuicios, reminiscencias de ese espíritu
tribal y colectivista que llevamos dentro, enemigo pertinaz de la libertad. ƒl
nos induce a desconfiar del otro, del que es distinto, tiene otro color de piel,
se expresa en una lengua diferente y adora a otros dioses. Si el ser humano,
a lo largo de la historia, no hubiera superado ese lastre, producto de la
ignorancia y enemigo del cambio y de lo nuevo, seguiríamos confinados cada
cual en nuestra pequeña tribu, entrematándonos. Superar esos prejuicios
requiere esfuerzo, educación, imaginación, voluntad.
Prosperidad y justicia
Es algo perfectamente posible, pero nada fácil. El nacionalismo, que es la
versión moderna, ideológica, del espíritu tribal, ha sido el causante de las dos
grandes guerras mundiales de este siglo, y también de innumerables
conflictos locales, como el que, primero en Bosnia y luego en Kosovo, acaba
de ensangrentar los Balcanes. Otra manifestación del espíritu tribal es el
racismo, la falacia según la cual la pureza étnica debe ser preservada de toda
contaminación, pues constituye un valor. Este es un despropósito histórico y
científico, y, sin embargo, hay quienes se resisten a aceptar la evidencia: que
el mestizaje, tanto social como cultural, es una venturosa realidad de nuestro
tiempo y que pretender atajarlo es tan quimérico como ponerle puertas al
mar. Afortunadamente es así, pues las alianzas e intercambios del mestizaje
tienden puentes entre las comunidades, disipan los estereotipos que
obstruyen el conocimiento, y facilitan la coexistencia y la amistad.
En la historia hay pocos precedentes de una heterogeneidad cultural como la
de Los Angeles. Basta pasearse por sus calles, entrar en sus cines y
restaurantes u oficinas, o visitar el Museo Getty, para advertir el progreso
irresistible del multiculturalismo en todos los niveles de la vida social. Ojalá
este ejemplo cundiera por el mundo, y llevara a cambiar de actitud y de
política a algunos países, sobre todo europeos, víctimas en la actualidad de
una verdadera paranoia contra la inmigración, a la que exorcizan como si se
tratara de un demonio. Estados Unidos, el país más poderoso del mundo, hijo
y producto de la inmigración, es una demostración rotunda de que los
inmigrantes, contra lo que dicen los clisés, no quitan trabajo a nadie sino que
lo crean donde van, y de que, por el empeño y la ilusión que los anima, esos
nuevos ciudadanos se convierten siempre en factor de progreso para la
sociedad que los adopta.
Otro mito ronda, como el de la prosperidad, la historia de California. Este
tiene que ver con la justicia. Una de las series de aventuras que ha dado la
vuelta al mundo, hechizando la imaginación de muchas generaciones de
niños de todas las latitudes (hechizó mi infancia, también) es la del Zorro,
propagada por libros, revistas y películas. Ese enmascarado justiciero, salido
de las vecindades de la misión de San Juan de Capistrano, cabalgó por estos
lares, cuando la tierra californiana era aún española y mexicana, protegiendo
a los desvalidos y explotados, y, como Don Quijote, tratando de suplir con su
brazo la justicia que el corrompido poder político era incapaz de garantizar. Su
látigo dejaba una marca infamante en la frente de los abusivos y opresores.
Viendo las pintorescas manifestaciones de alegría con que celebraban el fin
del año académico los jóvenes graduandos de la Universidad de California, en
Los Angeles, gringos o hispánicos, afroamericanos o mexicoamericanos,
coreanos o vietnamitas, afganos o cubanos, colombianos o kurdos, peruanos
o ucranianos, se me vinieron a la memoria aquellos mitos relativos a la
prosperidad y a la justicia que han presidido el desarrollo de California.
¿Sobrevivirán o perecerán aplastados por el egoísmo, en esta etapa que se
anuncia como la más pujante de la historia de los Estados Unidos?
Esperemos que los californianos mantengan abiertas las puertas a quienes
llegan hasta aquí en busca de las oportunidades que sus países -que los
gobiernos de sus países- son incapaces de darles. Y que el látigo justiciero
del Zorro siga chasqueando contra quienes, por ignorancia o prejuicio, quieren
privar a otros del derecho a sobrevivir, progresar y dejar a sus hijos un mundo
mejor del que recibieron.
Sunday, February 19, 2012
Subscribe to:
Post Comments (Atom)
No comments:
Post a Comment