Tuesday, May 15, 2012

Cena de gala

Por : Lucía Caetano (España) Seguro que muchas mujeres han soñado alguna vez con ser reinas por una noche. ¿Seguro que sí? Pues un día yo estuve a punto de hacer realidad ese sueño gracias a una invitación sorprendente. Claro que digo "a punto" porque la noche no fue como yo imaginaba... Todo comenzó la tarde de un viernes cuando mi amiga Antonia y yo paseábamos por un céntrico parque tratando de aliviar el sofocante verano. Estábamos charlando sobre los últimos escándalos del corazón- es nuestro pasatiempo favorito-, cuando un desconocido con muy buena presencia nos abordó. "¿Podrían brindarme un minuto?", nos dijo, muy educado. "¡Y una hora si tú quieres!", respondió mi amiga, mirando sus ojos verdes. El chico tenía una labia envidiable y comenzó a soltarnos una historia sobre un nuevo producto alimenticio que su empresa estaba a punto de lanzar. Para iniciar la promoción del mismo, habían decidido organizar un ágape por todo lo alto en el hotel más lujoso de la ciudad. Y él tenía la misión de elegir a dos amas de casa-ésas éramos nosotras-para hacerles vivir una noche de ensueño. "Podrán ver un vídeo muy especial que les hemos preparado- nos explicó-. Luego les daremos un banquete único y, para acabar la noche, les haremos entrega de un regalo sorpresa. ¿Qué les parece?. Aceptan venir a nuestra reunión y ser nuestras invitadas especiales?. Por supuesto, dijimos que sí y aceptamos presentarnos en el hotel a las 21.00 horas, tal como era su propuesta. "¡Y vengan muy guapas!-nos dijo antes de despedirse. “Las estaremos esperando", culminó el atractivo hombre que nos hizo suspirar. ¿Se imaginan la locura que vivimos esa tarde Antonia y yo? Las dos supusimos que teníamos que ir con traje de noche y, como ninguna teníamos de eso en nuestro guardarropa, salimos a la carrera a comprarnos uno. Después de gastarnos hasta el último euro de nuestros ahorros, nos fuimos a la peluquería. Nos hicimos una sesión completa de maquillaje y peinado, y las dos corrimos a mi casa para vestirnos. Tras ponernos encima las pocas joyas que teníamos, salimos presurosas rumbo al hotel. Al llegar allí, el recepcionista nos miró un poco alucinado y nos señaló el lugar donde se iba a celebrar la reunión. Como unas reinas, entramos en el salón y...¡nos encontramos con unas doscientas señoras como nosotras! La única diferencia era que ellas iban vestidas con normalidad y nos miraban como si fuéramos bichos raros. Completamente abochornadas, nos sentamos a ver el "vídeo especial", que no era otra cosa que un anuncio de treinta segundos en el que se alababa las virtudes adelgazantes de unas galletas para gordas. Después de repetirnos el vídeo unas seis veces-querían que luego les diésemos su opinión-por fin llegó la hora de la cena. "¡Por fin!-dijo Antonia-seguro que nos dan una buena parte de carne a la parrilla con mariscos o tal vez un especial plato francés y tantas cosas que se nos hacía agua la boca ". Ya, ya. Pronto nuestro gozo y alucinación se hundió en un oscuro pozo...sufrimos una terrible decepción. Lo único que había en el plato que nos sirvió el camarero era una galleta estratégicamente colocada. "¿Es una broma?", le pregunté, realmente indignada. "No, señora. Es para que nos den su opinión sobre el producto", dijo muy seguro de sí. ¿Se imaginan cuál era el regalo sorpresa de la noche? ¡Sí, un lote completo de galletas dietéticas! Qué descenlace, que desgracia.

Sunday, February 19, 2012

El látigo del Zorro

Autor : Mario Vargas Llosa
Me emociona llegar a California, una tierra en que
dos culturas, la inglesa y la hispánica, se tocan, y a veces confunden, en
tensa coexistencia. Para algunos, el multiculturalismo en el seno de una
sociedad es semilla de desavenencias y conflictos; yo creo que es la mejor
riqueza de que puede preciarse un país, su llave maestra para asegurarse un
lugar de vanguardia en la civilización que está gestándose. Y por eso veo en
California, y sobre todo en Los Angeles, un espejo del milenio que se viene,
de un futuro en el que, ojalá (apostemos por ello), los seres humanos
puedan moverse por el ancho mundo como por su casa, cruzar y descruzar a
su antojo unas fronteras que se habrán adelgazado hasta volverse
inservibles, convivir y mezclarse con hombres y mujeres de otras lenguas,
razas y creencias, y echar raíces donde les plazca, es decir, donde encuentren
aires propicios para materializar ese derecho a la felicidad que la Constitución
de los Estados Unidos -la única en el mundo, que yo sepa- reconoce a los
ciudadanos.
Cientos de miles de personas vinieron en el siglo pasado, y han seguido
viniendo en el presente, a California, en pos de ese sueño. Y, aunque
muchos fracasaron y vieron trizarse sus ilusiones, el mito prevaleció hasta
nuestros días: no es extraño por eso que aquí surgiera Hollywood, fábrica de
quimeras. El nombre de California, de estirpe caballeresca, resuena con
música de leyenda, de mito áureo, para quienes, aguijoneados por el más
justo de los ideales -alcanzar una vida más libre, más segura y más cómoda-
y a menudo a costa de grandes sacrificios llegan hasta aquí.
Entre esas muchedumbres trasplantadas aquí del sur del continente, hay dos
personas que conocí muy de cerca: mis padres. Vinieron del Perú, escapando
de una situación difícil. En Los Angeles debieron renunciar a la relativa
comodidad de clase media en que habían vivido en su tierra natal, y empezar
a rehacer su vida desde el escalón más humilde: los trabajos manuales. Ya
no eran jóvenes y debieron luchar con uñas y dientes para salir adelante. El
duro esfuerzo no los amilanó; en Los Angeles llegaron a sentirse en casa.
Para sorpresa mía, cuando mi padre murió, mi madre, a la que siempre creí
muerta de pena por tener que vivir lejos del Perú, decidió quedarse aquí,
sola, y hasta pidió la nacionalidad estadounidense, algo que en más de
veinte años se había resistido a hacer. Fue un gesto simbólico, de solidaridad
con la que se había convertido en su segunda patria.
Convivencia entre diferentes
Tal vez por ello nunca me he sentido un extranjero en Los Angeles. Nadie que
hable y escriba en español puede sentirse forastero en una ciudad tan
impregnada de cultura latinoamericana. El caso de mis padres es el de
incontables familias o individuos, que, venidos de todos los rincones del
mundo, y rompiéndose los lomos, encontraron aquí unos estímulos para vivir
y trabajar que, por circunstancias a veces políticas, a veces económicas, o por
ambas, sus países de origen les negaban.
La diversidad de razas, lenguas, tradiciones y costumbres plantea dificultades
para la convivencia, desde luego. Pero es también un patrimonio que ha
hecho de Los Angeles un microcosmos, una ciudad síntesis de la humanidad
futura. Buen ejemplo de ello es la Universidad de California, en Los Angeles
(UCLA), donde veo, entre los graduados de este año, representados los cinco
continentes.
La convivencia en la diversidad, esencia de la democracia, nunca es fácil.
Conspiran contra ella antiquísimos prejuicios, reminiscencias de ese espíritu
tribal y colectivista que llevamos dentro, enemigo pertinaz de la libertad. ƒl
nos induce a desconfiar del otro, del que es distinto, tiene otro color de piel,
se expresa en una lengua diferente y adora a otros dioses. Si el ser humano,
a lo largo de la historia, no hubiera superado ese lastre, producto de la
ignorancia y enemigo del cambio y de lo nuevo, seguiríamos confinados cada
cual en nuestra pequeña tribu, entrematándonos. Superar esos prejuicios
requiere esfuerzo, educación, imaginación, voluntad.
Prosperidad y justicia
Es algo perfectamente posible, pero nada fácil. El nacionalismo, que es la
versión moderna, ideológica, del espíritu tribal, ha sido el causante de las dos
grandes guerras mundiales de este siglo, y también de innumerables
conflictos locales, como el que, primero en Bosnia y luego en Kosovo, acaba
de ensangrentar los Balcanes. Otra manifestación del espíritu tribal es el
racismo, la falacia según la cual la pureza étnica debe ser preservada de toda
contaminación, pues constituye un valor. Este es un despropósito histórico y
científico, y, sin embargo, hay quienes se resisten a aceptar la evidencia: que
el mestizaje, tanto social como cultural, es una venturosa realidad de nuestro
tiempo y que pretender atajarlo es tan quimérico como ponerle puertas al
mar. Afortunadamente es así, pues las alianzas e intercambios del mestizaje
tienden puentes entre las comunidades, disipan los estereotipos que
obstruyen el conocimiento, y facilitan la coexistencia y la amistad.
En la historia hay pocos precedentes de una heterogeneidad cultural como la
de Los Angeles. Basta pasearse por sus calles, entrar en sus cines y
restaurantes u oficinas, o visitar el Museo Getty, para advertir el progreso
irresistible del multiculturalismo en todos los niveles de la vida social. Ojalá
este ejemplo cundiera por el mundo, y llevara a cambiar de actitud y de
política a algunos países, sobre todo europeos, víctimas en la actualidad de
una verdadera paranoia contra la inmigración, a la que exorcizan como si se
tratara de un demonio. Estados Unidos, el país más poderoso del mundo, hijo
y producto de la inmigración, es una demostración rotunda de que los
inmigrantes, contra lo que dicen los clisés, no quitan trabajo a nadie sino que
lo crean donde van, y de que, por el empeño y la ilusión que los anima, esos
nuevos ciudadanos se convierten siempre en factor de progreso para la
sociedad que los adopta.
Otro mito ronda, como el de la prosperidad, la historia de California. Este
tiene que ver con la justicia. Una de las series de aventuras que ha dado la
vuelta al mundo, hechizando la imaginación de muchas generaciones de
niños de todas las latitudes (hechizó mi infancia, también) es la del Zorro,
propagada por libros, revistas y películas. Ese enmascarado justiciero, salido
de las vecindades de la misión de San Juan de Capistrano, cabalgó por estos
lares, cuando la tierra californiana era aún española y mexicana, protegiendo
a los desvalidos y explotados, y, como Don Quijote, tratando de suplir con su
brazo la justicia que el corrompido poder político era incapaz de garantizar. Su
látigo dejaba una marca infamante en la frente de los abusivos y opresores.
Viendo las pintorescas manifestaciones de alegría con que celebraban el fin
del año académico los jóvenes graduandos de la Universidad de California, en
Los Angeles, gringos o hispánicos, afroamericanos o mexicoamericanos,
coreanos o vietnamitas, afganos o cubanos, colombianos o kurdos, peruanos
o ucranianos, se me vinieron a la memoria aquellos mitos relativos a la
prosperidad y a la justicia que han presidido el desarrollo de California.
¿Sobrevivirán o perecerán aplastados por el egoísmo, en esta etapa que se
anuncia como la más pujante de la historia de los Estados Unidos?
Esperemos que los californianos mantengan abiertas las puertas a quienes
llegan hasta aquí en busca de las oportunidades que sus países -que los
gobiernos de sus países- son incapaces de darles. Y que el látigo justiciero
del Zorro siga chasqueando contra quienes, por ignorancia o prejuicio, quieren
privar a otros del derecho a sobrevivir, progresar y dejar a sus hijos un mundo
mejor del que recibieron.

Wednesday, November 30, 2011

Fumando Espero

Autor : Mario Vargas Llosa
Un jurado de Miami ha condenado a cinco empresas tabacaleras a indemnizar, a medio millón de fumadores físicamente perjudicados por los cigarrillos, con la astronómica suma de 145 mil millones de dólares. El tribunal había decidido, antes, que aquellas empresas delinquieron ocultando información sobre los perjuicios del tabaco y utilizando en la producción de cigarrillos sustancias que aumentaban la adicción. Aunque, desde que dejé de fumar, hace treinta años, detesto el cigarrillo y a sus fabricantes, la sentencia no me ha alegrado tanto como a otros ex fumadores, por razones que me gustaría tratar de explicar.
Empecé a fumar cuando tenía siete u ocho años de edad, en Cochabamba. Con mis primas Nancy y Gladys invertimos nuestras propinas en una cajetilla de Viceroys y nos la fumamos entera, bajo el árbol del jardín, en la casa de Ladislao Cabrera. Gladys y yo sobrevivimos, pero la flaca Nancy tuvo vómitos sobrecogedores y los abuelos debieron llamar al médico. Esta primera experiencia fumatélica me disgustó muchísimo, pero mi pasión por ser grande de una vez era más fuerte que el asco, y seguí fumando para parecerlo, aunque, estoy seguro, sin el menor placer y a escondidas, todos los años de la secundaria. Mi adolescencia universitaria es inseparable del cigarrillo, de los ovalados Nacional Presidente de tabaco negro y algo picante que fumaba sin parar, mientras leía, veía películas, discutía, enamoraba, conspiraba o intentaba escribir. Tragar y echar el humo, en argollas o tirabuzones o como una nubecilla que se iba descomponiendo en figuras danzantes, era una gran felicidad: una compañía, un apoyo, una distracción, un estímulo. Cuando llegué a Europa, en 1958, fumaba un par de cajetillas diarias cuando menos, y debían de haber acariciado mis pulmones ya los humos y humores de varios millares de cigarrillos. El descubrimiento de los Gitanes, en París, catapultó mi afición al tabaco; pronto pasé de dos a tres paquetes diarios. Fumaba todo el día, empezando inmediatamente después del desayuno. No podía fumar en ayunas, pero, luego del café cargado y el croissant, esa primera aspiración de humo espeso me hacía el efecto del verdadero despertar, del comienzo del día, del primer impulso vital, de la puesta en marcha del organismo. Recuerdo perfectamente bien que tener un cigarrillo encendido en la mano se convirtió en el requisito indispensable para cualquier acción o decisión, trivial o importante, de la vida: abrir una carta, contestar una llamada por teléfono o pedir un préstamo en el banco. Fumaba entre plato y plato a la hora de las comidas y en la cama, dando la última pitada cuando el sueño me había arrebatado ya parte de la conciencia.
Por esa época, mediados de los sesenta, un médico me advirtió que el cigarrillo me estaba haciendo daño, y que, si no lo suprimía, debía por lo menos reducir drásticamente la ración de tabaco. Vivía atormentado con problemas de bronquios, y los inviernos parisinos me tenían estornudando y tosiendo sin cesar. No le hice caso, convencido de que sin el tabaco la vida se me empobrecería terriblemente, y que, incluso, hasta perdería las ganas de escribir. Pero, al trasladarme a Londres, en 1966, intenté un acomodo cobardón con mi vicio solitario: fumar, en vez de los amados Gitanes, los esmirriados y rubiones Players Number 6, que tenían filtro, menos tabaco y que nunca me acabaron de gustar. Lo hice porque empecé a sentir, en las tardes o noches, a causa de la intoxicación de nicotina, unas punzadas en el pecho que sólo amainaban bebiéndome un vaso de leche.
Pero no fueron los bronquios maltratados ni las punzadas pectorales, sino un médico de Pullman, cuyo nombre, oh ingratitud humana, he olvidado, lo que me decidió por fin a dejar de fumar. Estaba allí, en esa remota localidad favorecida por las tormentas de nieve y las rojas manzanas del centro del Estado de Washington, de profesor visitante, y mi simpático vecino, profesor en la Facultad de Medicina de la Universidad, me veía fumar como un murciélago, día y noche, francamente espantado. Muy en serio, en nombre de nuestra flamante amistad, me pidió que le regalara medio día de mi vida. Lo hice, porque me caía muy bien, pero advirtiéndole que era genéticamente alérgico a las conversiones (religiosas, políticas o medicinales). Sonrió, comprensivo, y me llevó al hospital de la Universidad, donde, durante tres o cuatro horas, me dio una clase práctica contra el cigarrillo.
Salí de aquella visita convencido de que los seres humanos somos todavía más estúpidos de lo que parecemos, porque fumar constituye un cataclismo sin remedio para cualquier organismo, como puede comprobar cualquiera que se tome el trabajo de consultar la enciclopédica información científica que existe al respecto y que no ha podido ser rebatida por ninguna de las comisiones de científicos contratadas por las compañías tabacaleras para tratar de contrarrestar las abrumadoras conclusiones de todas las investigaciones independientes sobre los efectos del tabaco, y, pese a ello, existen todavía -y sin duda seguirán existiendo- millones de fumadores en el mundo. Tal vez lo que más me impresionó fue advertir la absoluta desproporción que, en el caso del cigarrillo, existe entre el placer obtenido y el riesgo corrido, a diferencia de otras prácticas, también peligrosas para la salud -me resisto a llamarlas vicios-, pero infinitamente más suculentas que la tontería de tragar y expeler humo. Ahora bien, a pesar de haber sido tan fanáticamente persuadido por mi amigo de Pullman de la barbaridad criminal que era fumar, seguí haciéndolo por lo menos todavía un año más, sin atreverme a dar el paso decisivo. Pero, eso sí, descompuesto por el temor y la mala conciencia y los remordimientos cada vez que encendía un cigarrillo.
Dejé de fumar el día de 1970 que abandoné Londres para irme a vivir a Barcelona. Fue mucho menos difícil de lo que temía. Las primeras semanas no hice otra cosa que no fumar -era la única actividad que tenía en la cabeza-, pero me ayudó mucho, desde el primer momento, empezar a dormir por fin como una persona normal, sin los accesos de tos que antes me despertaban varias veces en la noche, y despertar en la mañana con el cuerpo fresco, sin la fatiga de antes. Resultó divertidísimo descubrir que había olores distintos en la vida -que existía el olfato-, y, sobre todo, sabores, es decir que no era lo mismo dar cuenta de un churrasco con arroz que de un plato de garbanzos. Juro que no es una exageración, pero el tabaco me había estragado por completo el sentido del gusto. Dejar de fumar no afectó para nada mi trabajo intelectual; por el contrario, pude trabajar más horas, sin aquellas punzadas que antes me arrancaban del escritorio, mareado, en busca del vaso de leche. Las consecuencias negativas de dejar de fumar fueron el apetito, que se me multiplicó, y me obligó a hacer ejercicios, dietas y hasta ayunos, y una cierta alergia al olor del tabaco, que, en países donde todavía se fuma mucho y por doquier, como en España o América Latina, puede complicarle la vida bastante al ex fumador.
Como suele ocurrir con los horribles conversos, en los primeros tiempos me volví un apóstol del antitabaco. En Barcelona, una de mis primeras conquistas fue García Márquez, a quien, una noche, en un bar de la calle Tuset, lívido de horror con mis historias misioneras sobre los estragos de la nicotina, vi arrojar la cajetilla de cigarrillos a la pista y jurar que no fumaría más. Cumplió lo prometido. A varios de mis amigos de esos años convencí de que dejaran de fumar y adoptaran vicios más sabrosos y benignos, pero fracasé estrepitosamente con Carlos Barral. Mi celo apostólico fue mermando con los años, sobre todo a medida que, en buena parte del mundo, se multiplicaban las campañas contra el cigarrillo, y el tema adquiría en ciertos países, como Estados Unidos y Gran Bretaña, ribetes paranoicos, poco menos que de cacería de brujas. Hoy día es imposible, en esos países, no sentir una cierta solidaridad cívica con los fumadores, que han pasado a ser, en muchos sentidos, ciudadanos de segunda clase: perseguidos, prohibidos de practicar su adicción casi en todas partes, se los nota, además, acomplejados, avergonzados y conscientes de su lastimosa condición, como los leprosos en la Edad Media.
Desde luego, es muy justo que las compañías que fabrican cigarrillos sean penalizadas si han ocultado información, o si -delito todavía más grave- han utilizado sustancias prohibidas para aumentar la adicción, pero ¿no es una hipocresía considerarlas enemigas de la humanidad mientras el producto que ofrecen no haya sido objeto de una prohibición específica por parte de la ley? Hay quienes reclaman esa prohibición, considerando que el Estado tiene la obligación de proteger la salud pública y precaverla contra un producto cuyos efectos son devastadores sobre el organismo. Quienes así piensan han olvidado, sin duda, lo ocurrido con la famosa ley seca en Estados Unidos, que, en vez de poner fin al consumo de alcohol, lo incrementó, y además trajo consigo un aumento feroz de la criminalidad, el contrabando y la violencia callejera. O lo que ocurre hoy mismo con drogas como la marihuana y la cocaína, cuyo consumo, pese a las prohibiciones y persecuciones, aumenta de manera sistemática, así como las mafias y la corrupción que rodea a la poderosísima industria del narcotráfico.
El tabaco es muy dañino, y quienes fuman se juegan no sólo la vida sino la invalidez y la disminución paulatina o brutal de sus facultades físicas e intelectuales, y la obligación de los Estados, en una sociedad democrática, es hacérselo saber a los ciudadanos de modo que éstos puedan decidir, con conocimiento de causa, si fuman o no fuman. La verdad es que esto es lo que hoy está ocurriendo en la mayor parte de los países occidentales. Si un estadounidense, francés, español o italiano fuma, no es por ignorancia de lo que ello significa para su salud, sino porque no quiere enterarse o porque no le importa. Suicidarse a pocos es un derecho que debería figurar entre los derechos de la persona humana. La verdad es que ésta es la única política posible, si se quiere preservar la libertad del individuo, una libertad que sólo tiene sentido y razón de ser si este individuo puede optar no sólo por aquello que lo beneficia, sino también por lo que lo daña o perjudica. ¿Qué libertad sería aquella que sólo permitiera optar por el bien y lo bueno, y excluyera de la elección todo lo malo y perjudicial?
El alcohol es probablemente tanto o más dañino que el cigarrillo, y sus consecuencias sociales son sin la menor duda más transtornadoras y trágicas que las de la nicotina, como lo prueban los accidentes de tráfico de cada día provocados por las borracheras de los conductores o los desmanes de los hooligans en los estadios ingleses. Y, sin embargo, todavía a nadie se le ha ocurrido desencadenar contra las compañías cerveceras, o las destilerías de whisky y de vodka, las campañas cívicas y legales con que son acosadas las tabacaleras.
Si se reconoce al Estado el derecho de velar por la salud de los ciudadanos hasta sus últimas consecuencias, la libertad -el derecho de elegir- desaparecería incluso de los manteles del hogar. Porque la comida es, acaso, una de las mayores causantes de las enfermedades y catástrofes para la salud que devastan a la sociedad humana. Por exagerado que parezca, más bípedos mueren de comer mucho y de comer mal, que de comer poco o de no comer. De modo que si se confiere a los gobiernos o a los tribunales la decisión final del porcentaje de nicotina que debe permitirse ingerir a los individuos, con la misma lógica habría que autorizarlos a determinar las calorías lícitas e ilícitas que deben componer las dietas de las familias. Aunque, a primera vista, la decisión de aquel jurado de Miami de multar con esa cifra astronómica a las compañías tabacaleras parezca una medida de progreso, no lo es, pues ella establece un peligroso precedente para coartar la libertad humana.

Friday, November 18, 2011

Un idilio en una jaula

Joaquín Dicenta (España)

Ella era una muchacha rubia, muy rubia, verdadero tipo de soñadora, con los ojos azules, el cutis pálido y los labios entreabiertos, como si tratasen de ofrecer salida a los suspiros de su pena. Porque sufría mucho aquella infeliz víctima de dieciocho años, que, soñando con un amor todo sensibilidad y delicadeza, se encontró unida, sin quererlo y sin saberlo casi, a un banquero malcriado y soez, insolente y pletórico como las talegas de plata que almacenaba en la caja de sus caudales.
La boda fue uno de esos contratos brutales que se conciertan a espaldas de la ley, y que la ley sanciona luego tranquilamente. Dolores era hermosa, el banquero rico y los padres de la muchacha pobres y egoístas. El trato se hizo pronto.
-«Toma su belleza y abre tu bolsa» -dijeron los padres de la niña; y, previa la bendición de un clérigo, arrojaron a su hija en los brazos del adinerado traficante.
Aquel abrazo hizo daño en la existencia de la joven.La mano grosera del patán afectando una flor delicada.Dolores se iba muriendo poco a poco, a semejanza de las flores que se marchitan, derramando perfumes que nadie se cuidaba de recoger.
Se iba muriendo sin encontrar algo dulce alrededor suyo.Tenía en su gabinete una jaula y se pasaba las horas delante de ella, oyendo los trinos de sus canarios, única nota de poesía que vibraba en aquel hogar repleto de lujo y falto de ternura.
Mil veces me detuve yo, su hermano más que su amigo, en el centro de la habitación para contemplar a Dolores, que, puesta en pie delante de su querida jaula, inclinada sobre los alambres y mostrando en su rostro cierta satisfacción melancólica, seguía con ojos curiosos los múltiples y ágiles movimientos de aquellos preciosos animales, que saltaban por entre los barrotes de su cárcel. Se perseguían los unos a los otros, alegres en su cautiverio, más alegres aun porque distraían las angustias y los pesares de su dueña.
En ocasiones, sintiéndome envidioso de los que me ayudaban a endulzar la agonía de aquella hermosa criatura, protestaba de su preferencia por los canarios, y Dolores, volviéndose hacia mí y riendo con la risa amarga y silenciosa propia a los desgraciados, me decía: “Si supieras lo que valen no les harías objeto de tu rivalidad. Estos alambres componen el límite de un mundo pequeñito, donde se realizan escenas como las que yo he soñado en momentos felices, que por ser felices huyeron pronto. Todas estas cabezas menudas, revoltosas, coordinan ideas, reflexionan; y todos esos corazones diminutos que dan vida y calor a su plumaje, sienten más hondo que los hombres y saben amar mejor que ellos.
-¡No te rías! -gritaba Dolores al ver un gesto de incredulidad en mis labios-; ¡no te rías! Yo he sido testigo presencial de un hecho que prueba hasta qué punto son capaces de sacrificarse por el ser amado estos animalitos.
Y así diciendo, para vencer mis dudas, me refirió cierta noche una historia breve ,una historia que quiero estampar en letras de molde, como tributo rendido a la memoria de aquella mujer que ya no existe.
***
Eran dos. La hembra fina, pequeña, con el plumaje brilloso, el pico menudo y las patitas pequeñas. El macho más grande, más fuerte, con la cabeza adornada por un moño de color de oro, era un cantor infatigable y un amante rendido y leal.
Siempre estaban juntos. Allí, en lo alto de la pared, construían todos los años un nido chiquitito, como si tuviesen afán de separarse lo menos posible, y vivían felices, como viven los que se aman, como yo he soñado vivir, ¡como ya no viviré nunca!...
Aquella pareja disfrutaba de mi predilección, y, sabedora de ello, se ganaban mi cariño. Al sólo anuncio de mi voz acudían a los barrotes de la jaula, con los picos entreabiertos para darme la bienvenida y recoger, picoteando sobre mis labios, mi saludo.
Un día, el macho, al saltar desde los alambres lo hizo con tan mala fortuna que quedó preso en uno de los hierros, oscilando con angustia y al tratar de hacer un esfuerzo para incorporarse, se hirió una pata y cayó al suelo piando tristemente, mientras la hembra, dando vueltas alrededor suyo, lo miraba con unos ojos tan tristes que daban ganas de llorar.
Buscando yo consuelo para la desgracia de mi favorito, llamé al hombre encargado de cuidar los canarios, y él, señalándome la pata del herido que colgaba casi desprendida, exclamó: -«Hay que cortarla».
-«¡No!» -grité yo. Entonces el hombre agregó:«Se le caerá sola».
-«¡Pues que se le caiga!»,le dije ,y cogiendo al canario entre mis manos, lo trasladé a otra jaula, y trasladé con él a su compañera de amor y de infortunio. Al levantarme al día siguiente vine a este sitio, deseosa de conocer el estado del pobre enfermo. ¿Sabes lo que vi?
Pues vi a la hembra con el pecho sin plumas, jadeante. Sí, se había arrancado sus plumas una tras otra durante la noche, y con aquellas partes de su propio ser, había construido un lecho para que reposara de sus torturas el amor de sus amores, el dueño de su corazón.
Y allí estuvo él durante quince días, y allí estuvo la hembra cuidándole con esmero de madre, llevándole en el pico agua para su sed, alimento para su hambre, calor para su cuerpo y consuelo para su desgracia.
Allí estuvo hasta que después de los quince días salió el canario de su quietud sano y alegre, pagando con un himno sonoro los desvelos de su compañera.
¿Comprendes ahora por qué los quiero tanto? -exclamó Dolores con amargura-. Porque saben amar: con tal intensidad que a los pocos meses murió la hembra, y al día siguiente encontré muerto al macho en el último rincón de la jaula.
¡Ah! -siguió diciendo Dolores:- ¡yo también he soñado muchas veces con un cariño semejante! ¡Yo también hubiese arrancado por el ser querido todas, absolutamente todas las fibras de mi alma! Y sin embargo... ¡ya lo ves!
E inclinó la cabeza sobre su pecho, mientras una lágrima silenciosa rodaba por sus mejillas de azucena.


Wednesday, February 16, 2011

El vals del Fausto

Julia Asensi

Manuel, Luis y Alberto habían estudiado juntos en Madrid; el primero había seguido la carrera de médico y los dos últimos la de abogado. Poco más o menos los tres tenían la misma edad, y las circunstancias habían hecho que, terminados sus estudios casi al propio tiempo, se hubiesen separado en seguida para habitar distintas poblaciones.
Manuel había partido para Barcelona, Luis para Sevilla, Alberto para un pobre lugar de Extremadura. Todos prometieron escribirse y lo cumplieron durante algunos años, siendo el primero quien faltó a lo convenido el joven Alberto. Manuel y Luis no pudieron obtener noticia ninguna, a pesar de sus continuas cartas que, dirigidas a su antiguo compañero, no tuvieron contestación por espacio de un año.
Llegado el mes de Diciembre, Luis y Manuel decidieron pasar juntos las Pascuas en Madrid. Se encontraron el día 24; se abrazaron con efusión, se contaron lo que no habían podido escribirse, reanudaron sus paseos, frecuentaron los cafés y los teatros, viendo las funciones más notables. También comieron en los principales hoteles, se presentaron sus nuevos conocidos y así se pasó una semana. El primero de Enero, Luis y Manuel, caminando por una calle vieron de pronto a un joven de hermosa presencia, de fisonomía pálida y melancólica y de elevada estatura que los observaba atentamente. Luis fue el primero que lo advirtió y fijó sus ojos con asombro en el caballero. -Juraría que es Alberto -murmuró.
-¿Dónde está? -preguntó Manuel. “Allí, enfrente de nosotros, no es posible que dejes de verle porque se halla solo”,comentó Luis.
-Es cierto -dijo el médico-; aunque está bastante cambiado es nuestro amigo, le reconozco. ¡Parece que sufre! Fueron hasta donde Alberto, que los esperaba inmóvil, lo abrazaron y el joven respondió con frialdad ese gesto. Interrogado por su silencio, les contestó que había sido muy desgraciado y que no había tenido valor para contestar las cartas en las que Luis y Manuel le participaban que eran felices.
-El pesar es egoísta -les dijo-; siendo tan infortunado hubiera querido que el mundo entero sufriese lo que yo. Ahora que no padezco, deseo me digan lo que hicieron desde hace seis meses que dejé mi pueblo de Extremadura para ir... ¿dónde fui? Se me ha olvidado por completo.
-Yo -dijo Manuel-, conocí hace tiempo en Barcelona a una hermosa joven, de quien hablé con frecuencia en mis cartas. Curé a su padre una grave enfermedad, todos los días y casi a todas horas estuve al lado de ese paciente, a quien entregué lo mejor de mi profesionalismo y finalmente sanó.Ese hecho fue muy conocido por todo el pueblo y me llamaron muchas familias que me aseguraron un porvenir brillante .Luego me casé hace cinco meses, pudiendo considerarme hoy el más venturoso de los mortales. Asuntos de interés me han traído a Madrid, y a no ser por el gusto que tengo al verme entre ustedes estaría desesperado por haber abandonado mi hogar varios días.
-Yo -continuó Luis-, entré en Sevilla .Hice mis prácticas en casa de un famoso abogado, padre de dos lindísimas jóvenes. Las veía constantemente, las hablaba en su casa, en el paseo, en el teatro, y no tardé en conocer que no era del todo indiferente a la mayor. Una feliz inspiración que tuve, hizo ganar al padre un pleito que se creía perdido y desde entonces me recomendó a varios de sus amigos.El me asoció a sus negocios y llegué a obtener mucho dinero, y lo que es mejor, la mano de su hija mayor. He venido a comprar joyas para ella, pues deseo que no haya mujer que más lujo tenga, como no la hay más hermosa mujer que haya visto. Pensé vivir desesperado lejos de ella, pero me gustó la idea de Manuel para reunirnos y reencontrarme también contigo, mi querido Alberto.
Dónde estás viviendo, preguntaron a Alberto, quien agregó muy triste vivir en una calle cercana.Ellos lo invitaron hospedarse juntos ,pero rechazó la idea.
-Pero al menos irás esta noche a buscarnos para que comamos juntos. Alberto aceptó con un leve “no hay inconveniente”.
-Tú, Alberto -dijo Manuel-, no nos has contado tu historia.
-Es muy breve -murmuró el joven-. Conocí en el pueblo de Extremadura, para desgracia mía a una muchacha bella, instruida y amable ,educada en un claustro por religiosas.Al terminar su enseñanza salió de su encierro y desconocía los atractivo de la vida. No parecía saber más que lo que le enseñaron las venerables madres del convento. Su ingenuidad me encantaba, me fascinaba su hermosura, y admiraba su pura sencillez. Se llamaba Clementina. Una mañana llegó al lugar un regimiento militar que debía permanecer allí algunas semanas.Eentre los oficiales, había uno de simpática presencia y buenas maneras, del que me hice pronto amigo, depositando en él mi secreto de mi amor con una confianza ciega, propia únicamente de un niño. Una noche de noviembre, triste y silenciosa, me dirigí hacia la casa de Clementina, cuando...
Alberto se detuvo, y sus amigos le imitaron, una mortal palidez cubrió su semblante, y tuvo que apoyarse en el brazo de Manuel para no caer. Al lado de ellos un muchacho feo tocaba violín con un aire popular italiano . Algunas personas caritativas le arrojaron monedas desde los balcones de las casas y el chico dejó de tocar para recoger la limosna.
Alberto empezó a serenarse, pero cuando el artista tomó el violín de nuevo y siguió tocando la interrumpida canción, el joven sintió el mismo malestar, se desprendió de los brazos de sus amigos y echó a correr como un loco, sin que Manuel ni Luis consiguieran alcanzarlo.
-La música influye demasiado en él -dijo Alberto. Sí, te hace sufrir -añadió el segundo-, pero ¿por qué? Luego entraron en un bar tristes y preocupados.
Por la noche Alberto más sereno y tranquilo estuvo con sus amigos. Los tres se sentaron en la mesa reservada cerca de un gran salón en el que se oía conversar a muchas personas.
-Tengo que acabar de contar mi historia -dijo Alberto apenas les sirvieron los postres-. Recuerdo que una noche del mes de Noviembre me dirigía hacia casa de Clementina. La joven no me esperaba en la reja como de costumbre; hallé la puerta abierta, entré y la vi conversando con el oficial. Me había citado a las nueve,pero como estaba distraído no observé que en mi reloj apenas eran las ocho. Clementina lanzó un grito al verme, el oficial llevó involuntariamente la mano a su espada y aquel grito y aquel ademán me revelaban toda la extensión de mi desdicha.
No sé lo que hice, no me acuerdo, acaso perdí el juicio, porque cuando volví en mí me sujetaban varios hombres. Pasaron tres meses y al cabo de ellos vi de nuevo a aquella pérfida.Su casamiento con el oficial era cosa resuelta, y él estaba en Badajoz, donde había ido a buscar algunos papeles de familia. Por aquella época dio un señor un gran baile al que fui invitado. Clementina estaba en esa fiesta radiante de hermosura.La vi bailar con muchos sin acercarme a ella, pero al oír exclamar: ¡Este es el último vals! no pude resistir más y le dije:
-Mañana me marcho del pueblo para no verte más, ¿quieres bailar conmigo por última vez? No te hablaré de amor, nada te diré que pueda ofenderte. Si había un resto de compasión en el alma de aquella mujer, creo que lo tuvo en ese momento de mí. Se levantó y pronto nos confundimos entre las demás parejas. Aquel vals debió durar mucho tiempo. Terminó la música y seguimos bailando sin que nadie pudiera detenernos.La expresión de mi rostro dicen que era terrible, y Clementina pálida y sin aliento repetía sin cesar: “-Basta por Dios, basta”.
Al fin me rendí yo también, pero antes de separarme de aquella mujer amada la estreché con todas mis fuerzas en mis brazos, luego la miré y vi sus ojos cerrados y pálida su frente .Noté su mano helada. La apartaron de mí y oí que exclamaban:¡muerta! ¡él la ha matado!
No sé lo que pasó después; cuentan que me volví loco y que me encerraron durante seis meses en el manicomio de San Baudilio. Gracias a mi padre salí de aquella casa y desde ella fui enviado a Madrid. Estoy curado casi totalmente, y digo casi porque cuando oigo música creo que me hallo al lado de Clementina, quiero bailar con ella, y me da un acceso de locura. Me he convencido de una cosa, y es que si vuelvo a oír aquel vals que bailé con ella me moriré.
-¡Pobre Alberto! -exclamó Manuel-, nosotros te curaremos. En aquel momento sonaron algunos acordes en el piano del salón contiguo. Alberto se levantó.
-Voy a decir que no toquen -dijo Luis disponiéndose a salir. Pero Alberto pidió que no.Quería que Manuel observe el efecto que le hacía la música para que vea sus reacciones y empiece su labor como médico.”Tal vez logre curarme”,dijo
En el piano empezaron a tocar el vals del Fausto, la bella ópera de Gounod.-Abre el balcón, me ahogo -dijo Alberto-; falta aquí aire para respirar. Entonces Luis obedeció.
-¡Que hermoso vals! -exclamó Alberto-, este era precisamente el que yo bailaba con mi amada Clementina. ¡Qué seductora estaba con su traje blanco, una rosa prendida en sus cabellos, un collar de perlas, brazaletes de oro y ricas piedras! La reina de la fiesta ¡ay! pero su rey no era yo.
De repente se levantó, corrió precipitadamente hacia el balcón sin que sus amigos pudieran detenerle, y ya en él dijo, al parecer más tranquilo: -El aire de la noche me hace bien, ¡qué armonía! ¡qué dulces notas!
Manuel y Luis estaban aterrados; cuando recobraron su sangre fría, oyeron un ruido extraño, corrieron hacia el balcón y lo hallaron desierto. Al mirar a la calle vieron junto a la casa, una masa inerte. Bajaron y encontraron moribundo al pobre Alberto, al que rodeaban ya algunas personas.
Al expirar el joven, el piano tocaba las últimas notas del vals del Fausto

Thursday, November 25, 2010

El testigo

ALFONSO HERNÁNDEZ CATÁ (Cubano)

Aquel peligro con que había jugado noches y noches, hasta aclimatarse a él y casi
olvidarlo, sobrevino al fin. Apenas oyó las llamadas al sereno, en la calle, tuvo el presentimiento de que su marido venía a sorprenderla; y sólo entonces su conciencia, adormecida durante tantos días entre los avatares del pecado, dio un salto en el alma; un salto espiritual casi tan grande como el físico de su amante, que había comenzado a vestirse, apresurado y trémulo.
Repentino instinto les hizo comprender los inconvenientes de aquel descenso
peligroso y sobre todo escandaloso a través del balcón, proyectado desde el principio de
sus relaciones, y la ventaja de sustituirlo por otro plan más factible. Sí, era mejor. Con
esa fe irreverente de algunas mujeres, invocó a su Virgen venerada.
No te asuste; aun tiene que subir y que abrir la puerta... Mira, en vez de saltar por
aquí, es mejor que tomes tus cosas todo y esperes en el cuarto del niño, allí no ha de entrar él. Vendrá directamente aquí, y mientras que yo lo entretengo, tú escapas sin hacer
ruido y te vas.
Salieron en puntillas de la alcoba y entraron en el cuarto del niño, que estaba próximo a la puerta de la calle. La luz de la lamparilla iluminó sobre una pared dos
siluetas, y ella, mientras escondía al amante bajo la cortina , miró la cara de su hijito y tuvo la momentánea ilusión de verlo parpadear. Pero no, el nene dormía sosegadamente: basta oír su respiración apacible. La cobardía del hombre la había contagiado.
En seguida volvió a la alcoba, borró en la cama y en las almohadas las huellas del
cómplice, y se estuvo quieta. Ya la llave giraba con ruido mal evitado en la
cerradura. ¡Su pobre marido era torpe para disimular hasta cuando pretendía
sorprenderla!
También por primera vez aquella idea de superioridad sobre su marido le produjo
ternura. Estaba segura de poder engañarle, estaba cierta de que al llegar delante de ella
y no encontrar un hombre a su lado, se excusaría torpemente, arrepentido,convencido... Y esta inferioridad le hizo sentir toda la vergüenza de su culpa.
Pensó en la estupidez de su falta, en el hijito idolatrado que iba a escudar con su
inocencia a quien, por sensual capricho nada más, había hecho ser mala a su madre,
comparó al marido con el egoísta que antes sus proposiciones de salvarlo y de quedar
sola, expuesta a la venganza, no tuvo ni una sola protesta.
Ya se percibía por las rendijas de la puerta el resplandor de la luz; ya los pasos
habían dejado detrás el cuarto del niño... Y de súbito la puerta de la alcoba se abrió con
violencia. Ella fingió despertar cuanto vio el rostro del marido , comprendió que estaba salvada. Apenas se cruzaron las primeras palabras pareció él el culpable.
Con conmovedora sorpresa trataba de justificar su regreso del club a hora
extemporánea: “Me encontraba mal... y casi no cené. Al abrir la puerta me pareció oír
ruido, y por eso saqué el revólver. Perdóname el susto... No, no te molestes en hacerme
nada para comer... me voy a acostar”.
Mientras se desnudaba, ella no dejó de hablar, fingiendo haber creído todos los pretextos. Hablaba esforzando un poco la voz. De pronto oyó o adivinó que la puerta de la calle se cerraba con sigilo, y le dijo a su marido con esa imprudencia hija del triunfo. :¿Ese es el ruido que sentiste antes? Debe de ser alguna ventana abierta. Ve a ver.
Él tuvo un movimiento hacia la puerta, y luego, encogiéndose de hombros dijo:
No, no. Hazme sitio... ¡Tengo un cansancio! ..¿No quieres que hablemos un rato?
- No, no... Hasta mañana, dijo él.
Pasó largo tiempo. A pesar de la oscuridad y de la quietud, ella comprendió que
estaba despierto. Algo eléctrico y febril hacía vibrar los cuerpos al menor contacto. De
pronto, él le dijo con voz violenta y conmovida:Oye, yo no quiero vigilarte nunca ni hacer caso de anónimos ni habladurías. Necesito tener confianza en ti... Pero si algún día me eres infiel, te mato.
Y cuando ella, sintiendo en el alma y en la carne la verdad de aquella amenaza, iba a
incorporarse para responder, él le puso la diestra callosa sobre la boca,impidiéndole hablar.
“No me contestes nada, es mejor. Ya está dicho”.Luego la abrazó como en aquellos primeros tiempos del matrimonio; y mientras ella se abandonaba pesarosa y feliz a las caricias, la incertidumbre llenaba su mente.
No era miedo al marido,pero ahora ella preferiría morir a faltarle de nuevo: Ya conocía el gusto agrio del pecado, ya sabía lo que era ser infiel... Lo había sido por malsana curiosidad, sin causa, casi sin goce... Ningún hombre podía valer más que el suyo. Porque en todas las cosas de la vida debía haber siempre ricos y pobres y, si él era un poco brusco, la quería, y sobre todo era el padre de su hijo idolatrado.
Otra vez, de pronto, él preguntó:¿En qué piensas?. Ella le contestó¡En ti, en ti, en ti!
La sinceridad y la vehemencia del tono lo convencieron. La volvió a acariciar,la besó y todo fue como hace muchos años. Y al día siguiente, contra la costumbre, se levantaron tarde.
Toda la mañana ella estuvo aturdida. Hasta la criada se lo notó.Al mediodía se le ocurrió obsequiar a su marido uno de sus platos predilectos, y guisó con esmero, con entusiasmo. Luego mandó a comprar flores y adornó la mesa.
Estaba saturada de alegría, como una persona que creyéndose irremediablemente
perdida encuentra de pronto el camino. Como si se acabara de casar, como si tuviera otra vez toda la vida por delante, como si hubiera pasado una enfermedad grave y renaciera en primavera... La monotonía de diez años de matrimonio se había desvanecido. Y al mediodía sintió aquella feliz impaciencia que al comienzo del matrimonio le producía la menor tardanza del esposo, y se asomó al balcón para esperarlo.
Al fin lo vio: venía allá por el final de la calle, con el niño, a quien todos los días iba a
recoger al colegio. Una ola de ternura le subió a los ojos. ¡Ya su hijito era casi un hombre! Bastaba mirar su aire serio, el esmero con que traía el portalibros, su aspecto ponderado.¡Pocos niños de nueve años son tan reflexivos, tan formales! ¿Cómo pudo ella manchar ni siquiera en sueños aquella infancia? ¡No merecía volver a ser dichosa después de...! Pero su nueva vida rescataría la mala, la anterior...
Los vio entrar, fue a abrirles la puerta, y los besó a los dos emocionadamente. Después, en la mesa, hubo de hacer esfuerzos para disimular que estaba alterada.Hubiera querido poder gritar: "Voy a ser buena". Hubiera querido arrodillarse, confesar su maldad y pedir perdón a todas las cosas profanadas: a las ropas íntimas, a los muebles, a aquella cama, sobre todo.
A los postres dio de su plato una cucharadita al niño y otra al marido... Sí, no bastaba
ser buena: además, sería mimosa en adelante, porque los mimos contrarrestan el frío
de la costumbre. Constituía una vergüenza la mancha que llevaba él en la solapa... Esa
mancha, como la otra, la horrible, serían las últimas.
Por la tarde salió decidida a ver al "otro" y a romper de una vez. Tenía cita con él en
un parque lejano; pero, no queriendo hablarle para evitar complicaciones , escribió una carta seca, irrevocable. Cada vez que recordaba su egoísmo y su miedo ridículo ante la posibilidad de la sorpresa, sentía hasta rubor.
Y se vio con ese ser que por poco tuerce para siempre su vida? Ahora su cólera era contra sí misma y se acusaba de ciega, de viciosa, de necia... Cuando estuvo junto a él le dijo, dándole la carta: “Toma, toma y vete... Creo que me siguen”.
El balbuceó, nervioso, casi al mismo tiempo le dijo: “Estaba intranquilo por ti. ¿Te ha dicho algo tu hijito? Es monísimo. Anoche, en cuanto saliste, abrió los ojos y me habló. Debe haberme visto ya otras noches cuando no gritó y se dio cuenta... El mismo cerró la puerta del pasillo para que no me oyeran salir”.
Varias personas se aproximaban y el hombre, separándose, siguió a paso largo por la
avenida. Ella hubiera querido detenerlo, gritar, pedirle detalles, pero durante largos minutos estuvo sin movimiento y sin voz, con las ideas dispersas, igual que si aquellas
palabras que acababa de oír .
En su rostro se reflejó la angustia. Inconscientemente anduvo sin rumbo más de dos horas, pasando y repasando por los mismos sitios. El frío de la tarde le restituyó la lucidez, y una idea única se hizo luminosa en su cerebro, lo llenó todo y calcinó su alma: ¡El niño lo sabía!Ya no era posible aquella vida de ventura y de bien que soñaba para su nueva vida.
¿Cómo habría sido? ¿Qué palabras a la vez atroces e ingenuas se habrían cruzado entre aquel maldito hombre y su hijito? ¿Podría el niño haberse dado cuenta de todo, "de todo?" ¡Si fuera posible engañarlo!.. Pero no, ahora recordaba el aire sombrío del niño desde hacía algún tiempo, y, relacionándolo con la precocidad de la criatura, comprendió que ninguna esperanza era posible.
El mismo hecho de que el niño no le dijo ni una palabra, ni una alusión, confirmaba su certidumbre. Aquella inteligencia precoz de que ella con orgullo de madre se había
tantas veces ufanado del pequeño, había servido a su hijo para descubrir la infidelidad de su madre y eso le dolía hasta lo más profundo de su alma.
Hubiera preferido mil veces que la noche antes la hubiera sorprendido el esposo y
dado la merecida muerte. Dios podía perdonarle la traición al hombre, pero no la traición al niño, porque un hombre puede insultar, puede vengarse, mientras que un niño es una pureza indefensa... Imaginaba el doloroso esfuerzo del nene para sobrellevar en silencio el descubrimiento de que tenía una mala madre. ¿Por qué había hecho ella eso? ¿Cómo iba a resistir ahora toda la vida aquella mirada de reproche? ¿Con qué autoridad iba a pretender inculcar en el alma infantil normas de rectitud? No, sería imposible, imposible.
Pasó muchas horas caminando,recordó que era la hora de la cena y ella no estaba en casa y buscó a su salida para que su marido le creyera.Pero en seguida se pintó en su cerebro la mirada con que la vería su hijo: Mirada triste, mirada que querría decir: "A mí no puedes engañarme: yo sé de dónde vienes, mamá... Pero no, tú no eres mi madre de antes: me has amargado con el vicio lo que con las entrañas me diste. Te debo este dolor que me obligará a entrar derrotado en la vida. Estamos iguales: si tú me diste la existencia, yo te la conservo guardando silencio a tu infidelidad".
¡Ella tendría que leer todo eso en los dulces ojos infantiles!... Y eso no sería sólo una
vez, sino cada día que saliese, todos los días, siempre...El tiempo pasaba. En la casa, bajo la luz tranquila de la lámpara, el padre consultaba de rato en rato el reloj, taconeando de impaciencia, sin comprender, y el niño, para rehuir sus miradas, cruzó los brazos sobre el mantel, apoyó la cabeza y fingió dormir. La única que por fin logró descansar en aquella noche terrible, fue ella.
Los periódicos de la mañana anunciaron en pocas líneas que una mujer había
aparecido ahogada en el estanque del parque. No pudo saberse si fue suicido o accidente. Los periodistas husmearon la pista del hecho, pero desistieron por faltas de datos.. A los dos días otros dramas solicitaron la atención del público y sólo recordaron el hecho un niño, dos hombres y algunos allegados que fueron poco a poco olvidando.

Sunday, October 10, 2010

Dos jóvenes aventureros perdidos en los Alpes

Gabriel García Márquez

Una tempestad polémica hace temblar la prensa europea. Sus bases pueden sintetizarse en dos puntos:
1) ¿Cuánto cuestan dos hombres?
2) ¿Es justo arriesgar la vida de treinta individuos para tratar de salvar a dos?

Hasta hace un mes, los dos muchachos que han dado ocasión a la polémica eran modestos estudiantes en París y Bruselas. El mayor se llama Jean Vincendon, de 24 años, francés y vivía con sus padres en un apartamento del distrito XI de París. El otro se llama Francis Hanri, de 23, vecino de Bruselas. El 20 de diciembre, esos dos muchachos con una cierta experiencia y una desmedida aspiración de alpinistas, se fueron a Chamonix para intentar una temeraria aventura: escalar el Monte Blanco por la ruta más difícil.
Hace ahora casi un mes que partieron y aún se encuentran allá, a 400 metros de altura, con 35 grados bajo cero, sin alimentos ni calefacción, congelados en la cabina de un helicóptero destrozado. Nadie sabe si están vivos o muertos. Pero ante la suposición bien fundada de que estén muertos y la evidencia de que sería preciso arriesgar treinta hombres para comprobarlo, se ha desistido de las operaciones de rescate.
Hasta el momento en que se hizo la última tentativa -el jueves 3 de enero- las labores de rescate habían costado casi 400.000.000 francos, incluidos los 120.000.000 de un helicóptero que se destrozó contra la montaña. Un periódico se ha preguntado: "¿Es justo gastar tantos millones para salvar dos locos mientras tanta gente padece hambre y miseria?". Y el mismo periódico se ha respondido: "Mientras existan locos capaces de arriesgar su vida gratuitamente, debe haber otros suficientemente locos para arriesgar la suya tratando de salvarlos.
La opinión pública tiene los pelos de punta, pero la conciencia oficial está tranquila, pues los padres de las víctimas manifestaron el jueves: "Nosotros sabemos que todo ha sido intentado por salvar a nuestros muchachos. Sabemos que todo se ha perdido y suplicamos no arriesgar la vida de más hombres". Pero la polémica continúa y el público se pregunta si, a pesar de la tempestad, el hambre y el frío, Vincendon y Henri están vivos, esperando, confiados en la caridad cristiana.

Dos puntos negros en la nieve

Este drama terrible comenzó el 23 de diciembre a las dos de la madrugada. Alguien se presentó a esa hora a la oficina de la escuela de ski de Chamonix, a decir que había dos muchachos en peligro en la falda del Monte Blanco. Nada podía hacerse: una tempestad de nieve azotaba la región. Era miércoles. El jueves por la tarde cesó la tempestad y un despacho trasmitido por radio desde un puesto de observación avanzado, anunció: "Hay dos puntos negros a 200 metros bajo la cima del Monte Blanco". En ese instante Vincendon y Henri tenían cuatro días de estar perdidos, y helados y sin recursos en el infierno de hielo.
Los aviones y helicópteros no pudieron localizar hasta el viernes los dos puntos negros. Entonces comprobaron que esos dos puntos negros estaban vivos, pero en uno de los sitios más peligrosos de la tierra: bajo una gigantesca muralla de hielo que amenazaba con desprenderse. Un helicóptero lanzó víveres junto con una corriente de polvo rojo que indicó a los dos alpinistas el camino de la salvación. Sin embargo, al día siguiente –sábado- ¬otro helicóptero los vio exactamente en el mismo sitio. Uno de ellos, aparentemente Henri, yacía inmóvil en la nieve. Pero no estaba muerto, porque el otro trataba de reanimarlo. Dos cosas podían ocurrir: o bien estaban congelados, imposibilitados para moverse, o bien estaban ciegos a causa de la nieve. Ambas cosas a la vez eran igualmente posibles.
El jefe de la Escuela de Altas Montañas, señor Le Gall, se hizo cargo personalmente de las operaciones. El ministro del Aire Francés, señor Henri Laforest, se trasladó a Chamonix. Pero sus hombres fueron eclipsados por la estrella del drama: el famoso alpinista Lionel Terray, vencedor del Anapurma de la expedición de Herzoc, vencedor del Friz Roy y del llamado "pico imposible", en los Andes. Con un admirable sentido de la solidaridad deportiva, este alegre Tarzán de las alturas organizó por su cuenta una expedición y se dispuso a desafiar el Monte Blanco. Era viernes. Por razones administrativas la expedición no pudo partir hasta el lunes. Esa tarde, un helicóptero volvió a ver a los alpinistas perdidos y regresó con una noticia que parecía un milagro: después de 10 días sin recursos, a 35 bajo cero, azotados por una tempestad implacable, los dos muchachos estaban vivos. Su prodigiosa resistencia había superado todos los cálculos.

¡Catástrofe!

El 31 de diciembre -mientras el mundo se preparaba para recibir el Año Nuevo- fue un lunes despejado, claro y tibio, en Chamonix. Esa circunstancia permitió proyectar una tentativa arriesgada. Un helicóptero perfectamente equipado se proponía llevar a cabo una operación precisa: aterrizar, con drogas, alimentos y los dos guías mejor calificados del país, en el sitio donde se encontraban Henri y Vincendon. Europa siguió minuto a minuto, a través de la radio y la prensa, las peripecias de esa tentativa. Mil personas vieron decolar al helicóptero "55", piloteado por el comandante Santini . A bordo, los dos guías que mejor conocen el Monte Blanco: Charles Germain y Honoré Bonnet. Un helicóptero de observación, conducido por el coronel Nalet, lo siguió a corta distancia.
Eran las 12 del día cuando decolaron. Setenta y dos minutos después el coronel Nalet regresó a su base, atribulado, con una noticia tremenda: el helicóptero "55"
se destrozó en las faldas del Monte Blanco.Ahora no eran dos, eran seis hombres a rescatar, pues los cuatro que viajaban en el helicóptero estaban sanos y salvos. Más aún: habían logrado aterrizar junto a Henri y Vincendon, quienes -después de doce días sin recursos, helados, a 35 bajo cero- estaban perfectamente vivos. Mucha nieve, producida por las aspas del helicóptero "55", había destrozado la nave contra la falda de la montaña.
En ese momento, la expedición terrestre de Terray había ganado suficiente terreno para llegar al lugar de la catástrofe en las próximas veinticuatro horas. Pero en el vuelo de regreso a su base, atolondrado, el coronel Nalet les gritó desde el helicóptero:-Catastrophe, ils sont tombés.
Ese grito, en francés, es una muy vaga manera de decir que un helicóptero se había destrozado. Pero es también una muy vaga manera de decir que Henri y Vincendon estaban muertos. Terray -que no tenía noticias de la expedición aérea- interpretó el grito de otro modo: "Catástrofe, los dos muchachos están muertos". Entonces dio media vuelta y regresó a Chamonix. Esa noche, dispersos en los tremendos caminos del Monte Blanco, 16 hombres saludaron el año de gracia de 1957 a 4.000 metros sobre el nivel de sus hogares.

Europa tembló por ellos

El día del Año Nuevo despertó con una noticia que habría de encender la polémica: los cuatro hombres caídos en el helicóptero tenían derecho a ser rescatados antes que Henri y Vincendon. Las cosas se plantearon de este modo: los dos muchachos habían cometido una imprudencia. Una imprudencia que ya era demasiado costosa en dinero para que lo fuera además en vidas humanas. Se consideró de una justicia elemental rescatar a quienes habían arriesgado sus vidas para salvar la de dos aventureros. Una pregunta circuló ese día: "¿Es necesario arriesgar la vida de muchos hombres para rescatar a dos muchachos que iniciaron esta aventura por su propia cuenta, conociendo los riesgos y contra todas las advertencias del peligro?".
Un periódico respondió: "El deporte no es solamente un ejercicio de los músculos. Es también la escuela del coraje y de la audacia. Un gran país tiene necesidad de una juventud que sepa correr grandes riesgos. No correr en su socorro es condenar sus aspiraciones". Fue un argumento acogido por la mayoría de la prensa, la más fuerte y la más seria.
Sin embargo, la determinación estaba tomada: los últimos serían los primeros. Además, lo más grave: el piloto Santini y el ayudante Bland no estaban preparados para sobrevivir en las alturas. Estaban simplemente equipados con sus ligeros trajes de mecánicos.
Curiosamente, arriba en el Monte Blanco, los dos guías pensaban lo mismo que en ese momento se pensaba en Chamonix: los últimos serán los primeros. He aquí lo que ocurrió, relatado por el guía Bonnet: "Desde el momento en que aterrizamos tuvimos el temor de que nuestro helicóptero explotara. El aparato se había averiado. Abandonamos la nave, nos dirigimos donde Henry y Vincendon, y constatamos que sus miembros estaban congelados y no podían moverse.
Los transportamos hasta la cabina del helicóptero. Comprobamos que el material lanzado en paracaídas no había podido ser utilizado por ellos, pues, helados como estaban, no podían servirse de sus manos. Sus dedos estaban tan congelados que ni siquiera pudieron accionar el calentador de gas que habían recibido".
En esas circunstancias, con el comandante Santini progresivamente congelado y el ayudante Bland herido, los dos guías iniciaron el descenso. Henri y Vincendon quedaron con la cabina del helicóptero, confiados en la promesa de que regresarían a buscarlos. Tenían trece días de perdidos y estaban vivos.
Dos días después, las expediciones terrestres organizadas para rescatar los tripulantes del helicóptero los encontraron en las cercanías el refugio Vallot. Se encontraban en condiciones terribles, pero sanos y salvos. Sólo el ayudante Bland necesitaba cuidados de emergencia. En un principio se temió que fuera preciso amputarle una mano, pero ese peligro ha desaparecido.
Europa sabía entonces que Henri y Vincendon habían sido abandonados y los periódicos se encarnizaron en la polémica. Triste, extenuado, el gigantesco Lionel Terray manifestó, a su regreso a Chamonix: "Yo insisto. Yo conozco muy bien el camino del refugio Vallot al Monte Blanco. Denme diez hombres y yo arrastro a Henri y Vincendon".
Pero esos diez hombres no aparecieron por ninguna parte. El comandante Le Gall, director de las operaciones, declaró : "Después de haber interrogado a los dos guías que vieron a Henri y Vincendon , estoy convencido de que los dos alpinistas, profundamente congelados de piernas y brazos, no pudieron resistir a la tempestad de anoche y al frío de menos 36 grados que se registró a 4.000 metros de altura. Responsable de la organización de las actividades de rescate, he tomado la determinación de no exponer a la muerte, a 30 expedicionarios". Ese fue el punto final. La próxima diligencia fue fijada para la última semana de la primavera, dentro de tres meses: entonces se organizará una comisión para rescatar los dos cuerpos y darles cristiana sepultura.