Wednesday, May 19, 2010

Pasaporte a Bolaño

Silvia Andrea Valencia Vivas (Colombia )
Estaba preocupada. Alguien me había dicho que en la frontera con Chile pedían una bolsa de viaje de 50 dólares diarios y me iba a quedar un mes. Tenía una bolsa de viaje, sí, pero era de esa cantidad para todo el mes. En la fila de migraciones, larga por cierto, había peruanos, chilenos y colombianos con cara de preocupados mirando el reloj. Mientras esperaba, escuchaba los diferentes acentos de cada país y reflexionaba sobre ellos. Llevaba varios días pensando en la costumbre chilena de terminar las palabras en "i". Mi conclusión no era descabellada, pensé que habían adoptado la conjugación de la segunda persona del plural, vosotros, y como hablaban tan rápido se comían las eses de las terminaciones "eis" y "ais".
Por fin llegó mi turno y el hombre de la ventanilla me pidió el pasaporte. En él siempre cargo mi carné de estudiante. El hombre me miró y me preguntó:
-¿Es usted estudiante?
Me pareció innecesaria la pregunta, acababa de ver el carné que lo certificaba; le contesté lo obvio, que sí. El hombre volvió a mirar el carné y me dijo:
-¿De qué?
Eran preguntas extrañas en una situación extraña con un completo extraño, eso hay que aceptarlo. Cuando me hizo la pregunta recordé la facultad que había dejado a medias por meterme de cabeza en un viaje desesperado por conocer el continente. Tímidamente respondí la verdad.
-Soy una estudiante de literatura.
El hombre cerró con violencia el pasaporte y me miró asombrado; después de unos cinco segundos me preguntó:
-¿Ha leído usted el último libro de Gabriel García Márquez?
La pregunta, debo aceptarlo, me cayó como un balde de agua fría. ¿A qué persona en el mundo le preguntan en una oficina de migraciones si ha leído a Gabo? Al principio creí que me estaba coqueteando y lo único que se le ocurrió al ver mi nacionalidad colombiana fue preguntarme por García Márquez. Siempre pasa. Le contesté con insolencia que sí, pero que no me había gustado. Para mi sorpresa el tipo se acercó y dijo:
-¡Cierto, yo creo que después de Cien años de soledad el viejo ya no debió escribir más!
Ante tal expresión cultural, impregnada de una humanidad que no parece existir en los agentes de fronteras, retenes o peajes, me quedé de una pieza, no sabía qué hacer; tenía una fila enorme y nerviosa detrás de mí, pero en frente a un desubicado hombre de migraciones que decidía el futuro de mi viaje. Sin pensar más y dejándome de inhibiciones, le dije que no era para tanto, que debió parar después de El otoño del patriarca. Él me respondió meneando la cabeza:
-De pronto, pero lo que a mí más me gusta de García Márquez, ahora que recuerdo, son los Doce cuentos peregrinos.
No quería ser grosera y seguí la conversación comentándole la denuncia que el taller literario mexicano dirigido por Gabo le hizo al escritor, alegando que los textos del libro habían sido hechos por integrantes del taller. El hombre asombrado me dijo que eso no lo sabía y que iba a estudiar mejor cada obra y autor que leyera, que esas cosas no podían pasar en vano.
La situación no podía ser más insólita hasta que el hombre, después de una corta reflexión, empezó a hablarme de Gabriela Mistral, Neruda, Borges, Cortázar y James Joyce. Cuando llegó al Ulises se quedó pensando e interesado en mi respuesta, preguntó:
-¿Qué piensa usted del crítico Bloom?
Yo no sabía absolutamente nada del crítico Bloom, solo que tenía el mismo apellido del personaje del Ulises. Le contesté que no pensaba nada porque no sabía nada. El hombre se disgustó y me exhortó a leerlo. Yo pensé en defenderme y decirle que la crítica no me interesaba y que prefería sacar mis propias conclusiones, y hasta pensé en citar a George Steiner, que aunque es crítico, tiene posiciones interesantes al respecto. No dije nada.
Cuando el hombre volvió a abrir el pasaporte, la gente empezó a desesperarse. Chiflaban y carraspeaban hasta que un arriesgado alzó la voz diciendo cosas que no puedo transcribir, y no porque sean indecorosas o de mal gusto, es que no entendí una sola palabra.
Sé que era español, pero no sé español chileno, solo entendí que cada oración la terminaba en "po". Tampoco entendí nada de lo que le respondió el ilustrado hombre de migraciones, solo que cada oración la terminaba con "¿cachai?". Bueno, no sé si ayuden a esclarecer en algo el enfrentamiento estas dos palabras, únicas sobrevivientes de un mar de insultos en un idioma romance, al parecer.
La gente de la fila había crecido notoriamente y el hombre no dejaba de sorprenderme: después de verlo tan eufórico y malhumorado se me hizo increíble que se sentara con una tranquilidad casi beatífica y me mirara con cara de "sigamos en lo que íbamos". Ya le iba a decir que tenía prisa y que la gente detrás también, pero como si le hubiera pasado por el cuerpo un corrientazo me preguntó:
-¿Ha leído a Roberto Bolaño?
Le respondí con vergüenza la verdad, pues hasta ahora íbamos 1-0 por lo de Bloom; le dije que no mientras pensaba en el escritor chileno y en su casi homónimo mexicano, el Chavo del Ocho.
El hombre, ahora más enérgico, levantó el sello que tatuaría en mi pasaporte y me reconocía como una extranjera legal en Chile y, en un de-sorden de hojas marcadas por diferentes países, lo plasmó. Me lo entregó diciéndome con una gran sonrisa:
-Buen viaje y que la traten muy bien en mi país.
Me fijé en el sello y vi que me había dado una permanencia inusualmente larga. Le dije al hombre que yo solo necesitaba un mes; él, con otra sonrisa aún más grande, me dijo:
-Un mes es muy poco para leer a Bolaño, tómese su tiempo.
Le sonreí, di las gracias y me fui a conocer esa tierra de la que hablaban Víctor Jara, Violeta Parra y todos los trovadores, pensando que ese era el mejor trabajador que yo había visto.
Hoy, cuatro años después, he vuelto y en migraciones he preguntado por el hombre. Me han dicho que lo despidieron por hacer cada vez más lento su trabajo sin ninguna explicación. Me quedé helada y de las manos se me cayó Los detectives salvajes, de Bolaño. Di media vuelta y vi en frente hombres y mujeres con la mirada gacha y con un libro de Bolaño en las manos.

El anillo

Alberto Campos Carlés ( Argentina)

Buscaba una casa solitaria para robar. Al no ver luces encendidas ni automóvil en la cochera, supuse que no habría nadie. Entré con el auxilio de una llave maestra, y con ayuda de una linterna, caminando sigilosamente, comencé a recorrer los primeros recintos de la casa. Entre tanto, abrí una bolsa que llevaba a un costado, y empecé a llenarla con los objetos que impresionaban valiosos y acertaba a tomar. Estaba con los nervios de punta. La luz de la linterna me sobresaltaba con las sombras flotantes, inciertas, y me hallaba atento ante los menores ruidos que emanaban de la casa. Con la bolsa a medio llenar, decidí de pronto salir de allí y alejarme. El deseo fue imperioso. Abría la puerta de salida con cuidado, cuando súbitamente se encendió luz en el pasillo y apareció una persona. Su silueta se destacaba, oscura, en el marco de una puerta. Quedé inmóvil, sin saber qué hacer. Quienquiera que fuera prendió otra luz, y se acercó; en vez de agredirme, saludó amablemente y me invitó a pasar a la cocina a tomar café. Sin salir del asombro, deposité en el piso la bolsa con sus objetos varios, y acepté la invitación. No parecía haber nadie más en la casa. Me inspiraba confianza, y en seguida comenzamos a hablar con naturalidad. En un momento dado, solicitó que le mostrara lo que cargaba en la bolsa. Avergonzado, prometí devolverle todo. "Esos son baratijas, chucherías, y carecen de valor", me respondió. "Sólo serán un estorbo para usted". Y para rematar su expresión, se quitó un anillo que llevaba en la mano izquierda, y me lo ofreció. Lo guardé en un bolsillo sin siquiera mirarlo; luego de agradecer la atención y despedirme, salí de la casa. Caminaba lentamente, sin voluntad de alejarme. Metí las manos en los bolsillos y al percibir el anillo en una mano, sentí remordimientos o una confusa sensación de culpa. Resolví, entonces, regresar para devolvérselo. Corrí hacia la casa, entré y fui directamente hasta la cocina. "Te aguardaba", dijo, "aunque no supuse que regresarías tan pronto". Pero el tono de voz desmentía sus palabras. Tomamos otras tazas de café. Le conté mi corta vida de ladrón, mientras comía un par de empanadas con voracidad, y entre tanto le escuchaba decir cosas que parecían muy importantes, pero que yo no alcanzaba a comprender. De todos modos, disfruté vivamente de su compañía. Determinó que podría pasar la noche allí, y me tendió una cama para dormir con comodidad. "En adelante, si estás de acuerdo, podría hacerme cargo de ti", ofreció . “Veremos”, le dije sonriendo. Me sentía extrañamente bien, protegido, casi dichoso. Acostado, sentí que volvía a ser niño. Podría dedicarme a soñar nuevamente. Descubrí que estaba empezando a enamorarme, y no me asustó la idea. Parecía extraña, nomás. Percibí que tenía puesto el anillo en el dedo índice. No recordaba cuando lo había calzado, y quise jugar con él. Firmemente adherido al dedo, no lo podía quitar. El temor a lo desconocido me invadió, y temblaba. Los escalofríos me sacudían sin control. Con un miedo ingente, escuché sus pasos que se acercaban. Utilicé todas mis fuerzas para desprenderme del anillo, pero el esfuerzo resultó inútil, como inútiles fueron todas mis reacciones para oponerle resistencia. Me tomaba con inusitada firmeza y suavidad. Mientras acariciaba mi cuerpo con sabia determinación, me besaba con unos labios que nunca había sentido sobre los míos, húmedos y tibios, dulces y muy ávidos. Cuando pegó su cuerpo al mío, sentí que me amaba como quizá nunca antes lo había hecho. Y también que nunca dejaría de amarle con una pasión irresistible, mientras llevara colocado en el dedo índice ese curioso e inefable anillo.