ALFONSO HERNÁNDEZ CATÁ (Cubano)
Aquel peligro con que había jugado noches y noches, hasta aclimatarse a él y casi
olvidarlo, sobrevino al fin. Apenas oyó las llamadas al sereno, en la calle, tuvo el presentimiento de que su marido venía a sorprenderla; y sólo entonces su conciencia, adormecida durante tantos días entre los avatares del pecado, dio un salto en el alma; un salto espiritual casi tan grande como el físico de su amante, que había comenzado a vestirse, apresurado y trémulo.
Repentino instinto les hizo comprender los inconvenientes de aquel descenso
peligroso y sobre todo escandaloso a través del balcón, proyectado desde el principio de
sus relaciones, y la ventaja de sustituirlo por otro plan más factible. Sí, era mejor. Con
esa fe irreverente de algunas mujeres, invocó a su Virgen venerada.
No te asuste; aun tiene que subir y que abrir la puerta... Mira, en vez de saltar por
aquí, es mejor que tomes tus cosas todo y esperes en el cuarto del niño, allí no ha de entrar él. Vendrá directamente aquí, y mientras que yo lo entretengo, tú escapas sin hacer
ruido y te vas.
Salieron en puntillas de la alcoba y entraron en el cuarto del niño, que estaba próximo a la puerta de la calle. La luz de la lamparilla iluminó sobre una pared dos
siluetas, y ella, mientras escondía al amante bajo la cortina , miró la cara de su hijito y tuvo la momentánea ilusión de verlo parpadear. Pero no, el nene dormía sosegadamente: basta oír su respiración apacible. La cobardía del hombre la había contagiado.
En seguida volvió a la alcoba, borró en la cama y en las almohadas las huellas del
cómplice, y se estuvo quieta. Ya la llave giraba con ruido mal evitado en la
cerradura. ¡Su pobre marido era torpe para disimular hasta cuando pretendía
sorprenderla!
También por primera vez aquella idea de superioridad sobre su marido le produjo
ternura. Estaba segura de poder engañarle, estaba cierta de que al llegar delante de ella
y no encontrar un hombre a su lado, se excusaría torpemente, arrepentido,convencido... Y esta inferioridad le hizo sentir toda la vergüenza de su culpa.
Pensó en la estupidez de su falta, en el hijito idolatrado que iba a escudar con su
inocencia a quien, por sensual capricho nada más, había hecho ser mala a su madre,
comparó al marido con el egoísta que antes sus proposiciones de salvarlo y de quedar
sola, expuesta a la venganza, no tuvo ni una sola protesta.
Ya se percibía por las rendijas de la puerta el resplandor de la luz; ya los pasos
habían dejado detrás el cuarto del niño... Y de súbito la puerta de la alcoba se abrió con
violencia. Ella fingió despertar cuanto vio el rostro del marido , comprendió que estaba salvada. Apenas se cruzaron las primeras palabras pareció él el culpable.
Con conmovedora sorpresa trataba de justificar su regreso del club a hora
extemporánea: “Me encontraba mal... y casi no cené. Al abrir la puerta me pareció oír
ruido, y por eso saqué el revólver. Perdóname el susto... No, no te molestes en hacerme
nada para comer... me voy a acostar”.
Mientras se desnudaba, ella no dejó de hablar, fingiendo haber creído todos los pretextos. Hablaba esforzando un poco la voz. De pronto oyó o adivinó que la puerta de la calle se cerraba con sigilo, y le dijo a su marido con esa imprudencia hija del triunfo. :¿Ese es el ruido que sentiste antes? Debe de ser alguna ventana abierta. Ve a ver.
Él tuvo un movimiento hacia la puerta, y luego, encogiéndose de hombros dijo:
No, no. Hazme sitio... ¡Tengo un cansancio! ..¿No quieres que hablemos un rato?
- No, no... Hasta mañana, dijo él.
Pasó largo tiempo. A pesar de la oscuridad y de la quietud, ella comprendió que
estaba despierto. Algo eléctrico y febril hacía vibrar los cuerpos al menor contacto. De
pronto, él le dijo con voz violenta y conmovida:Oye, yo no quiero vigilarte nunca ni hacer caso de anónimos ni habladurías. Necesito tener confianza en ti... Pero si algún día me eres infiel, te mato.
Y cuando ella, sintiendo en el alma y en la carne la verdad de aquella amenaza, iba a
incorporarse para responder, él le puso la diestra callosa sobre la boca,impidiéndole hablar.
“No me contestes nada, es mejor. Ya está dicho”.Luego la abrazó como en aquellos primeros tiempos del matrimonio; y mientras ella se abandonaba pesarosa y feliz a las caricias, la incertidumbre llenaba su mente.
No era miedo al marido,pero ahora ella preferiría morir a faltarle de nuevo: Ya conocía el gusto agrio del pecado, ya sabía lo que era ser infiel... Lo había sido por malsana curiosidad, sin causa, casi sin goce... Ningún hombre podía valer más que el suyo. Porque en todas las cosas de la vida debía haber siempre ricos y pobres y, si él era un poco brusco, la quería, y sobre todo era el padre de su hijo idolatrado.
Otra vez, de pronto, él preguntó:¿En qué piensas?. Ella le contestó¡En ti, en ti, en ti!
La sinceridad y la vehemencia del tono lo convencieron. La volvió a acariciar,la besó y todo fue como hace muchos años. Y al día siguiente, contra la costumbre, se levantaron tarde.
Toda la mañana ella estuvo aturdida. Hasta la criada se lo notó.Al mediodía se le ocurrió obsequiar a su marido uno de sus platos predilectos, y guisó con esmero, con entusiasmo. Luego mandó a comprar flores y adornó la mesa.
Estaba saturada de alegría, como una persona que creyéndose irremediablemente
perdida encuentra de pronto el camino. Como si se acabara de casar, como si tuviera otra vez toda la vida por delante, como si hubiera pasado una enfermedad grave y renaciera en primavera... La monotonía de diez años de matrimonio se había desvanecido. Y al mediodía sintió aquella feliz impaciencia que al comienzo del matrimonio le producía la menor tardanza del esposo, y se asomó al balcón para esperarlo.
Al fin lo vio: venía allá por el final de la calle, con el niño, a quien todos los días iba a
recoger al colegio. Una ola de ternura le subió a los ojos. ¡Ya su hijito era casi un hombre! Bastaba mirar su aire serio, el esmero con que traía el portalibros, su aspecto ponderado.¡Pocos niños de nueve años son tan reflexivos, tan formales! ¿Cómo pudo ella manchar ni siquiera en sueños aquella infancia? ¡No merecía volver a ser dichosa después de...! Pero su nueva vida rescataría la mala, la anterior...
Los vio entrar, fue a abrirles la puerta, y los besó a los dos emocionadamente. Después, en la mesa, hubo de hacer esfuerzos para disimular que estaba alterada.Hubiera querido poder gritar: "Voy a ser buena". Hubiera querido arrodillarse, confesar su maldad y pedir perdón a todas las cosas profanadas: a las ropas íntimas, a los muebles, a aquella cama, sobre todo.
A los postres dio de su plato una cucharadita al niño y otra al marido... Sí, no bastaba
ser buena: además, sería mimosa en adelante, porque los mimos contrarrestan el frío
de la costumbre. Constituía una vergüenza la mancha que llevaba él en la solapa... Esa
mancha, como la otra, la horrible, serían las últimas.
Por la tarde salió decidida a ver al "otro" y a romper de una vez. Tenía cita con él en
un parque lejano; pero, no queriendo hablarle para evitar complicaciones , escribió una carta seca, irrevocable. Cada vez que recordaba su egoísmo y su miedo ridículo ante la posibilidad de la sorpresa, sentía hasta rubor.
Y se vio con ese ser que por poco tuerce para siempre su vida? Ahora su cólera era contra sí misma y se acusaba de ciega, de viciosa, de necia... Cuando estuvo junto a él le dijo, dándole la carta: “Toma, toma y vete... Creo que me siguen”.
El balbuceó, nervioso, casi al mismo tiempo le dijo: “Estaba intranquilo por ti. ¿Te ha dicho algo tu hijito? Es monísimo. Anoche, en cuanto saliste, abrió los ojos y me habló. Debe haberme visto ya otras noches cuando no gritó y se dio cuenta... El mismo cerró la puerta del pasillo para que no me oyeran salir”.
Varias personas se aproximaban y el hombre, separándose, siguió a paso largo por la
avenida. Ella hubiera querido detenerlo, gritar, pedirle detalles, pero durante largos minutos estuvo sin movimiento y sin voz, con las ideas dispersas, igual que si aquellas
palabras que acababa de oír .
En su rostro se reflejó la angustia. Inconscientemente anduvo sin rumbo más de dos horas, pasando y repasando por los mismos sitios. El frío de la tarde le restituyó la lucidez, y una idea única se hizo luminosa en su cerebro, lo llenó todo y calcinó su alma: ¡El niño lo sabía!Ya no era posible aquella vida de ventura y de bien que soñaba para su nueva vida.
¿Cómo habría sido? ¿Qué palabras a la vez atroces e ingenuas se habrían cruzado entre aquel maldito hombre y su hijito? ¿Podría el niño haberse dado cuenta de todo, "de todo?" ¡Si fuera posible engañarlo!.. Pero no, ahora recordaba el aire sombrío del niño desde hacía algún tiempo, y, relacionándolo con la precocidad de la criatura, comprendió que ninguna esperanza era posible.
El mismo hecho de que el niño no le dijo ni una palabra, ni una alusión, confirmaba su certidumbre. Aquella inteligencia precoz de que ella con orgullo de madre se había
tantas veces ufanado del pequeño, había servido a su hijo para descubrir la infidelidad de su madre y eso le dolía hasta lo más profundo de su alma.
Hubiera preferido mil veces que la noche antes la hubiera sorprendido el esposo y
dado la merecida muerte. Dios podía perdonarle la traición al hombre, pero no la traición al niño, porque un hombre puede insultar, puede vengarse, mientras que un niño es una pureza indefensa... Imaginaba el doloroso esfuerzo del nene para sobrellevar en silencio el descubrimiento de que tenía una mala madre. ¿Por qué había hecho ella eso? ¿Cómo iba a resistir ahora toda la vida aquella mirada de reproche? ¿Con qué autoridad iba a pretender inculcar en el alma infantil normas de rectitud? No, sería imposible, imposible.
Pasó muchas horas caminando,recordó que era la hora de la cena y ella no estaba en casa y buscó a su salida para que su marido le creyera.Pero en seguida se pintó en su cerebro la mirada con que la vería su hijo: Mirada triste, mirada que querría decir: "A mí no puedes engañarme: yo sé de dónde vienes, mamá... Pero no, tú no eres mi madre de antes: me has amargado con el vicio lo que con las entrañas me diste. Te debo este dolor que me obligará a entrar derrotado en la vida. Estamos iguales: si tú me diste la existencia, yo te la conservo guardando silencio a tu infidelidad".
¡Ella tendría que leer todo eso en los dulces ojos infantiles!... Y eso no sería sólo una
vez, sino cada día que saliese, todos los días, siempre...El tiempo pasaba. En la casa, bajo la luz tranquila de la lámpara, el padre consultaba de rato en rato el reloj, taconeando de impaciencia, sin comprender, y el niño, para rehuir sus miradas, cruzó los brazos sobre el mantel, apoyó la cabeza y fingió dormir. La única que por fin logró descansar en aquella noche terrible, fue ella.
Los periódicos de la mañana anunciaron en pocas líneas que una mujer había
aparecido ahogada en el estanque del parque. No pudo saberse si fue suicido o accidente. Los periodistas husmearon la pista del hecho, pero desistieron por faltas de datos.. A los dos días otros dramas solicitaron la atención del público y sólo recordaron el hecho un niño, dos hombres y algunos allegados que fueron poco a poco olvidando.
Thursday, November 25, 2010
Sunday, October 10, 2010
Dos jóvenes aventureros perdidos en los Alpes
Gabriel García Márquez
Una tempestad polémica hace temblar la prensa europea. Sus bases pueden sintetizarse en dos puntos:
1) ¿Cuánto cuestan dos hombres?
2) ¿Es justo arriesgar la vida de treinta individuos para tratar de salvar a dos?
Hasta hace un mes, los dos muchachos que han dado ocasión a la polémica eran modestos estudiantes en París y Bruselas. El mayor se llama Jean Vincendon, de 24 años, francés y vivía con sus padres en un apartamento del distrito XI de París. El otro se llama Francis Hanri, de 23, vecino de Bruselas. El 20 de diciembre, esos dos muchachos con una cierta experiencia y una desmedida aspiración de alpinistas, se fueron a Chamonix para intentar una temeraria aventura: escalar el Monte Blanco por la ruta más difícil.
Hace ahora casi un mes que partieron y aún se encuentran allá, a 400 metros de altura, con 35 grados bajo cero, sin alimentos ni calefacción, congelados en la cabina de un helicóptero destrozado. Nadie sabe si están vivos o muertos. Pero ante la suposición bien fundada de que estén muertos y la evidencia de que sería preciso arriesgar treinta hombres para comprobarlo, se ha desistido de las operaciones de rescate.
Hasta el momento en que se hizo la última tentativa -el jueves 3 de enero- las labores de rescate habían costado casi 400.000.000 francos, incluidos los 120.000.000 de un helicóptero que se destrozó contra la montaña. Un periódico se ha preguntado: "¿Es justo gastar tantos millones para salvar dos locos mientras tanta gente padece hambre y miseria?". Y el mismo periódico se ha respondido: "Mientras existan locos capaces de arriesgar su vida gratuitamente, debe haber otros suficientemente locos para arriesgar la suya tratando de salvarlos.
La opinión pública tiene los pelos de punta, pero la conciencia oficial está tranquila, pues los padres de las víctimas manifestaron el jueves: "Nosotros sabemos que todo ha sido intentado por salvar a nuestros muchachos. Sabemos que todo se ha perdido y suplicamos no arriesgar la vida de más hombres". Pero la polémica continúa y el público se pregunta si, a pesar de la tempestad, el hambre y el frío, Vincendon y Henri están vivos, esperando, confiados en la caridad cristiana.
Dos puntos negros en la nieve
Este drama terrible comenzó el 23 de diciembre a las dos de la madrugada. Alguien se presentó a esa hora a la oficina de la escuela de ski de Chamonix, a decir que había dos muchachos en peligro en la falda del Monte Blanco. Nada podía hacerse: una tempestad de nieve azotaba la región. Era miércoles. El jueves por la tarde cesó la tempestad y un despacho trasmitido por radio desde un puesto de observación avanzado, anunció: "Hay dos puntos negros a 200 metros bajo la cima del Monte Blanco". En ese instante Vincendon y Henri tenían cuatro días de estar perdidos, y helados y sin recursos en el infierno de hielo.
Los aviones y helicópteros no pudieron localizar hasta el viernes los dos puntos negros. Entonces comprobaron que esos dos puntos negros estaban vivos, pero en uno de los sitios más peligrosos de la tierra: bajo una gigantesca muralla de hielo que amenazaba con desprenderse. Un helicóptero lanzó víveres junto con una corriente de polvo rojo que indicó a los dos alpinistas el camino de la salvación. Sin embargo, al día siguiente –sábado- ¬otro helicóptero los vio exactamente en el mismo sitio. Uno de ellos, aparentemente Henri, yacía inmóvil en la nieve. Pero no estaba muerto, porque el otro trataba de reanimarlo. Dos cosas podían ocurrir: o bien estaban congelados, imposibilitados para moverse, o bien estaban ciegos a causa de la nieve. Ambas cosas a la vez eran igualmente posibles.
El jefe de la Escuela de Altas Montañas, señor Le Gall, se hizo cargo personalmente de las operaciones. El ministro del Aire Francés, señor Henri Laforest, se trasladó a Chamonix. Pero sus hombres fueron eclipsados por la estrella del drama: el famoso alpinista Lionel Terray, vencedor del Anapurma de la expedición de Herzoc, vencedor del Friz Roy y del llamado "pico imposible", en los Andes. Con un admirable sentido de la solidaridad deportiva, este alegre Tarzán de las alturas organizó por su cuenta una expedición y se dispuso a desafiar el Monte Blanco. Era viernes. Por razones administrativas la expedición no pudo partir hasta el lunes. Esa tarde, un helicóptero volvió a ver a los alpinistas perdidos y regresó con una noticia que parecía un milagro: después de 10 días sin recursos, a 35 bajo cero, azotados por una tempestad implacable, los dos muchachos estaban vivos. Su prodigiosa resistencia había superado todos los cálculos.
¡Catástrofe!
El 31 de diciembre -mientras el mundo se preparaba para recibir el Año Nuevo- fue un lunes despejado, claro y tibio, en Chamonix. Esa circunstancia permitió proyectar una tentativa arriesgada. Un helicóptero perfectamente equipado se proponía llevar a cabo una operación precisa: aterrizar, con drogas, alimentos y los dos guías mejor calificados del país, en el sitio donde se encontraban Henri y Vincendon. Europa siguió minuto a minuto, a través de la radio y la prensa, las peripecias de esa tentativa. Mil personas vieron decolar al helicóptero "55", piloteado por el comandante Santini . A bordo, los dos guías que mejor conocen el Monte Blanco: Charles Germain y Honoré Bonnet. Un helicóptero de observación, conducido por el coronel Nalet, lo siguió a corta distancia.
Eran las 12 del día cuando decolaron. Setenta y dos minutos después el coronel Nalet regresó a su base, atribulado, con una noticia tremenda: el helicóptero "55"
se destrozó en las faldas del Monte Blanco.Ahora no eran dos, eran seis hombres a rescatar, pues los cuatro que viajaban en el helicóptero estaban sanos y salvos. Más aún: habían logrado aterrizar junto a Henri y Vincendon, quienes -después de doce días sin recursos, helados, a 35 bajo cero- estaban perfectamente vivos. Mucha nieve, producida por las aspas del helicóptero "55", había destrozado la nave contra la falda de la montaña.
En ese momento, la expedición terrestre de Terray había ganado suficiente terreno para llegar al lugar de la catástrofe en las próximas veinticuatro horas. Pero en el vuelo de regreso a su base, atolondrado, el coronel Nalet les gritó desde el helicóptero:-Catastrophe, ils sont tombés.
Ese grito, en francés, es una muy vaga manera de decir que un helicóptero se había destrozado. Pero es también una muy vaga manera de decir que Henri y Vincendon estaban muertos. Terray -que no tenía noticias de la expedición aérea- interpretó el grito de otro modo: "Catástrofe, los dos muchachos están muertos". Entonces dio media vuelta y regresó a Chamonix. Esa noche, dispersos en los tremendos caminos del Monte Blanco, 16 hombres saludaron el año de gracia de 1957 a 4.000 metros sobre el nivel de sus hogares.
Europa tembló por ellos
El día del Año Nuevo despertó con una noticia que habría de encender la polémica: los cuatro hombres caídos en el helicóptero tenían derecho a ser rescatados antes que Henri y Vincendon. Las cosas se plantearon de este modo: los dos muchachos habían cometido una imprudencia. Una imprudencia que ya era demasiado costosa en dinero para que lo fuera además en vidas humanas. Se consideró de una justicia elemental rescatar a quienes habían arriesgado sus vidas para salvar la de dos aventureros. Una pregunta circuló ese día: "¿Es necesario arriesgar la vida de muchos hombres para rescatar a dos muchachos que iniciaron esta aventura por su propia cuenta, conociendo los riesgos y contra todas las advertencias del peligro?".
Un periódico respondió: "El deporte no es solamente un ejercicio de los músculos. Es también la escuela del coraje y de la audacia. Un gran país tiene necesidad de una juventud que sepa correr grandes riesgos. No correr en su socorro es condenar sus aspiraciones". Fue un argumento acogido por la mayoría de la prensa, la más fuerte y la más seria.
Sin embargo, la determinación estaba tomada: los últimos serían los primeros. Además, lo más grave: el piloto Santini y el ayudante Bland no estaban preparados para sobrevivir en las alturas. Estaban simplemente equipados con sus ligeros trajes de mecánicos.
Curiosamente, arriba en el Monte Blanco, los dos guías pensaban lo mismo que en ese momento se pensaba en Chamonix: los últimos serán los primeros. He aquí lo que ocurrió, relatado por el guía Bonnet: "Desde el momento en que aterrizamos tuvimos el temor de que nuestro helicóptero explotara. El aparato se había averiado. Abandonamos la nave, nos dirigimos donde Henry y Vincendon, y constatamos que sus miembros estaban congelados y no podían moverse.
Los transportamos hasta la cabina del helicóptero. Comprobamos que el material lanzado en paracaídas no había podido ser utilizado por ellos, pues, helados como estaban, no podían servirse de sus manos. Sus dedos estaban tan congelados que ni siquiera pudieron accionar el calentador de gas que habían recibido".
En esas circunstancias, con el comandante Santini progresivamente congelado y el ayudante Bland herido, los dos guías iniciaron el descenso. Henri y Vincendon quedaron con la cabina del helicóptero, confiados en la promesa de que regresarían a buscarlos. Tenían trece días de perdidos y estaban vivos.
Dos días después, las expediciones terrestres organizadas para rescatar los tripulantes del helicóptero los encontraron en las cercanías el refugio Vallot. Se encontraban en condiciones terribles, pero sanos y salvos. Sólo el ayudante Bland necesitaba cuidados de emergencia. En un principio se temió que fuera preciso amputarle una mano, pero ese peligro ha desaparecido.
Europa sabía entonces que Henri y Vincendon habían sido abandonados y los periódicos se encarnizaron en la polémica. Triste, extenuado, el gigantesco Lionel Terray manifestó, a su regreso a Chamonix: "Yo insisto. Yo conozco muy bien el camino del refugio Vallot al Monte Blanco. Denme diez hombres y yo arrastro a Henri y Vincendon".
Pero esos diez hombres no aparecieron por ninguna parte. El comandante Le Gall, director de las operaciones, declaró : "Después de haber interrogado a los dos guías que vieron a Henri y Vincendon , estoy convencido de que los dos alpinistas, profundamente congelados de piernas y brazos, no pudieron resistir a la tempestad de anoche y al frío de menos 36 grados que se registró a 4.000 metros de altura. Responsable de la organización de las actividades de rescate, he tomado la determinación de no exponer a la muerte, a 30 expedicionarios". Ese fue el punto final. La próxima diligencia fue fijada para la última semana de la primavera, dentro de tres meses: entonces se organizará una comisión para rescatar los dos cuerpos y darles cristiana sepultura.
Una tempestad polémica hace temblar la prensa europea. Sus bases pueden sintetizarse en dos puntos:
1) ¿Cuánto cuestan dos hombres?
2) ¿Es justo arriesgar la vida de treinta individuos para tratar de salvar a dos?
Hasta hace un mes, los dos muchachos que han dado ocasión a la polémica eran modestos estudiantes en París y Bruselas. El mayor se llama Jean Vincendon, de 24 años, francés y vivía con sus padres en un apartamento del distrito XI de París. El otro se llama Francis Hanri, de 23, vecino de Bruselas. El 20 de diciembre, esos dos muchachos con una cierta experiencia y una desmedida aspiración de alpinistas, se fueron a Chamonix para intentar una temeraria aventura: escalar el Monte Blanco por la ruta más difícil.
Hace ahora casi un mes que partieron y aún se encuentran allá, a 400 metros de altura, con 35 grados bajo cero, sin alimentos ni calefacción, congelados en la cabina de un helicóptero destrozado. Nadie sabe si están vivos o muertos. Pero ante la suposición bien fundada de que estén muertos y la evidencia de que sería preciso arriesgar treinta hombres para comprobarlo, se ha desistido de las operaciones de rescate.
Hasta el momento en que se hizo la última tentativa -el jueves 3 de enero- las labores de rescate habían costado casi 400.000.000 francos, incluidos los 120.000.000 de un helicóptero que se destrozó contra la montaña. Un periódico se ha preguntado: "¿Es justo gastar tantos millones para salvar dos locos mientras tanta gente padece hambre y miseria?". Y el mismo periódico se ha respondido: "Mientras existan locos capaces de arriesgar su vida gratuitamente, debe haber otros suficientemente locos para arriesgar la suya tratando de salvarlos.
La opinión pública tiene los pelos de punta, pero la conciencia oficial está tranquila, pues los padres de las víctimas manifestaron el jueves: "Nosotros sabemos que todo ha sido intentado por salvar a nuestros muchachos. Sabemos que todo se ha perdido y suplicamos no arriesgar la vida de más hombres". Pero la polémica continúa y el público se pregunta si, a pesar de la tempestad, el hambre y el frío, Vincendon y Henri están vivos, esperando, confiados en la caridad cristiana.
Dos puntos negros en la nieve
Este drama terrible comenzó el 23 de diciembre a las dos de la madrugada. Alguien se presentó a esa hora a la oficina de la escuela de ski de Chamonix, a decir que había dos muchachos en peligro en la falda del Monte Blanco. Nada podía hacerse: una tempestad de nieve azotaba la región. Era miércoles. El jueves por la tarde cesó la tempestad y un despacho trasmitido por radio desde un puesto de observación avanzado, anunció: "Hay dos puntos negros a 200 metros bajo la cima del Monte Blanco". En ese instante Vincendon y Henri tenían cuatro días de estar perdidos, y helados y sin recursos en el infierno de hielo.
Los aviones y helicópteros no pudieron localizar hasta el viernes los dos puntos negros. Entonces comprobaron que esos dos puntos negros estaban vivos, pero en uno de los sitios más peligrosos de la tierra: bajo una gigantesca muralla de hielo que amenazaba con desprenderse. Un helicóptero lanzó víveres junto con una corriente de polvo rojo que indicó a los dos alpinistas el camino de la salvación. Sin embargo, al día siguiente –sábado- ¬otro helicóptero los vio exactamente en el mismo sitio. Uno de ellos, aparentemente Henri, yacía inmóvil en la nieve. Pero no estaba muerto, porque el otro trataba de reanimarlo. Dos cosas podían ocurrir: o bien estaban congelados, imposibilitados para moverse, o bien estaban ciegos a causa de la nieve. Ambas cosas a la vez eran igualmente posibles.
El jefe de la Escuela de Altas Montañas, señor Le Gall, se hizo cargo personalmente de las operaciones. El ministro del Aire Francés, señor Henri Laforest, se trasladó a Chamonix. Pero sus hombres fueron eclipsados por la estrella del drama: el famoso alpinista Lionel Terray, vencedor del Anapurma de la expedición de Herzoc, vencedor del Friz Roy y del llamado "pico imposible", en los Andes. Con un admirable sentido de la solidaridad deportiva, este alegre Tarzán de las alturas organizó por su cuenta una expedición y se dispuso a desafiar el Monte Blanco. Era viernes. Por razones administrativas la expedición no pudo partir hasta el lunes. Esa tarde, un helicóptero volvió a ver a los alpinistas perdidos y regresó con una noticia que parecía un milagro: después de 10 días sin recursos, a 35 bajo cero, azotados por una tempestad implacable, los dos muchachos estaban vivos. Su prodigiosa resistencia había superado todos los cálculos.
¡Catástrofe!
El 31 de diciembre -mientras el mundo se preparaba para recibir el Año Nuevo- fue un lunes despejado, claro y tibio, en Chamonix. Esa circunstancia permitió proyectar una tentativa arriesgada. Un helicóptero perfectamente equipado se proponía llevar a cabo una operación precisa: aterrizar, con drogas, alimentos y los dos guías mejor calificados del país, en el sitio donde se encontraban Henri y Vincendon. Europa siguió minuto a minuto, a través de la radio y la prensa, las peripecias de esa tentativa. Mil personas vieron decolar al helicóptero "55", piloteado por el comandante Santini . A bordo, los dos guías que mejor conocen el Monte Blanco: Charles Germain y Honoré Bonnet. Un helicóptero de observación, conducido por el coronel Nalet, lo siguió a corta distancia.
Eran las 12 del día cuando decolaron. Setenta y dos minutos después el coronel Nalet regresó a su base, atribulado, con una noticia tremenda: el helicóptero "55"
se destrozó en las faldas del Monte Blanco.Ahora no eran dos, eran seis hombres a rescatar, pues los cuatro que viajaban en el helicóptero estaban sanos y salvos. Más aún: habían logrado aterrizar junto a Henri y Vincendon, quienes -después de doce días sin recursos, helados, a 35 bajo cero- estaban perfectamente vivos. Mucha nieve, producida por las aspas del helicóptero "55", había destrozado la nave contra la falda de la montaña.
En ese momento, la expedición terrestre de Terray había ganado suficiente terreno para llegar al lugar de la catástrofe en las próximas veinticuatro horas. Pero en el vuelo de regreso a su base, atolondrado, el coronel Nalet les gritó desde el helicóptero:-Catastrophe, ils sont tombés.
Ese grito, en francés, es una muy vaga manera de decir que un helicóptero se había destrozado. Pero es también una muy vaga manera de decir que Henri y Vincendon estaban muertos. Terray -que no tenía noticias de la expedición aérea- interpretó el grito de otro modo: "Catástrofe, los dos muchachos están muertos". Entonces dio media vuelta y regresó a Chamonix. Esa noche, dispersos en los tremendos caminos del Monte Blanco, 16 hombres saludaron el año de gracia de 1957 a 4.000 metros sobre el nivel de sus hogares.
Europa tembló por ellos
El día del Año Nuevo despertó con una noticia que habría de encender la polémica: los cuatro hombres caídos en el helicóptero tenían derecho a ser rescatados antes que Henri y Vincendon. Las cosas se plantearon de este modo: los dos muchachos habían cometido una imprudencia. Una imprudencia que ya era demasiado costosa en dinero para que lo fuera además en vidas humanas. Se consideró de una justicia elemental rescatar a quienes habían arriesgado sus vidas para salvar la de dos aventureros. Una pregunta circuló ese día: "¿Es necesario arriesgar la vida de muchos hombres para rescatar a dos muchachos que iniciaron esta aventura por su propia cuenta, conociendo los riesgos y contra todas las advertencias del peligro?".
Un periódico respondió: "El deporte no es solamente un ejercicio de los músculos. Es también la escuela del coraje y de la audacia. Un gran país tiene necesidad de una juventud que sepa correr grandes riesgos. No correr en su socorro es condenar sus aspiraciones". Fue un argumento acogido por la mayoría de la prensa, la más fuerte y la más seria.
Sin embargo, la determinación estaba tomada: los últimos serían los primeros. Además, lo más grave: el piloto Santini y el ayudante Bland no estaban preparados para sobrevivir en las alturas. Estaban simplemente equipados con sus ligeros trajes de mecánicos.
Curiosamente, arriba en el Monte Blanco, los dos guías pensaban lo mismo que en ese momento se pensaba en Chamonix: los últimos serán los primeros. He aquí lo que ocurrió, relatado por el guía Bonnet: "Desde el momento en que aterrizamos tuvimos el temor de que nuestro helicóptero explotara. El aparato se había averiado. Abandonamos la nave, nos dirigimos donde Henry y Vincendon, y constatamos que sus miembros estaban congelados y no podían moverse.
Los transportamos hasta la cabina del helicóptero. Comprobamos que el material lanzado en paracaídas no había podido ser utilizado por ellos, pues, helados como estaban, no podían servirse de sus manos. Sus dedos estaban tan congelados que ni siquiera pudieron accionar el calentador de gas que habían recibido".
En esas circunstancias, con el comandante Santini progresivamente congelado y el ayudante Bland herido, los dos guías iniciaron el descenso. Henri y Vincendon quedaron con la cabina del helicóptero, confiados en la promesa de que regresarían a buscarlos. Tenían trece días de perdidos y estaban vivos.
Dos días después, las expediciones terrestres organizadas para rescatar los tripulantes del helicóptero los encontraron en las cercanías el refugio Vallot. Se encontraban en condiciones terribles, pero sanos y salvos. Sólo el ayudante Bland necesitaba cuidados de emergencia. En un principio se temió que fuera preciso amputarle una mano, pero ese peligro ha desaparecido.
Europa sabía entonces que Henri y Vincendon habían sido abandonados y los periódicos se encarnizaron en la polémica. Triste, extenuado, el gigantesco Lionel Terray manifestó, a su regreso a Chamonix: "Yo insisto. Yo conozco muy bien el camino del refugio Vallot al Monte Blanco. Denme diez hombres y yo arrastro a Henri y Vincendon".
Pero esos diez hombres no aparecieron por ninguna parte. El comandante Le Gall, director de las operaciones, declaró : "Después de haber interrogado a los dos guías que vieron a Henri y Vincendon , estoy convencido de que los dos alpinistas, profundamente congelados de piernas y brazos, no pudieron resistir a la tempestad de anoche y al frío de menos 36 grados que se registró a 4.000 metros de altura. Responsable de la organización de las actividades de rescate, he tomado la determinación de no exponer a la muerte, a 30 expedicionarios". Ese fue el punto final. La próxima diligencia fue fijada para la última semana de la primavera, dentro de tres meses: entonces se organizará una comisión para rescatar los dos cuerpos y darles cristiana sepultura.
Thursday, August 19, 2010
Un Film estremece al Japón
Gabriel García Márquez
Una tarde del otoño de 1951 los periódicos de Tokio destacaron en su primera página la crónica de un crimen atroz. Un matrimonio de ancianos campesinos fue asesinado en su propia casa, descuartizado a golpes de hacha. El móvil era evidente. Durante toda su vida, el matrimonio había trabajado duramente para asegurarse una ancianidad tranquila y sin sobresaltos. Una modesta suma escondida entre las tablas del piso era el resultado de esa larga previsión. También esa fue la causa de su muerte.
El estupor de la opinión pública impulsó a la policía japonesa a multiplicar sus esfuerzos para que el crimen no quedara impune. Había muy pocas pistas: una botella vacía, presumiblemente abandonada por el asesino en el portal de la casa. Pero no se encontraron en ella huellas digitales, como tampoco se encontraron en el hacha homicida.
El examen de los cadáveres permitió llegar a una conclusión: había varios autores materiales. Los cuerpos habían sido de tal manera destrozados , que era inverosímil la hipótesis de que un solo hombre hubiera podido descargar los golpes.
Una semana después del crimen, un muchacho de la región fue detenido por la policía. Sorprendido, el muchacho, sin ocupación conocida, no pudo explicar el origen de su dinero. Rápidamente la policía construyó su hipótesis y acusó al muchacho del crimen de los ancianos. Pero faltaba algo más: los cómplices. Después de un interrogatorio agotador, el acusado mencionó cuatro nombres.
Eran cuatro muchachos de la región que inicialmente negaron sistemáticamente su participación en el crimen. Pero poco tiempo después confesaron. Fueron juzgados y condenados. Los abogados defensores -que habían construido sus tesis sobre las propias contradicciones de la policía-_apelaron a la Corte Suprema .
Ese es, en síntesis, el hecho que dio origen a una película que acaba de salir en París, y que ha ocasionado una formidable sensación en todos los medios: "Ombres en plein jour", "Sombras en pleno día". Es un documento terrible, y es al mismo tiempo un alegato jurídico, "Todos somos asesinos", "Y se hizo justicia". La importancia de esa película, no sólo en la historia del cine sino en la historia de la humanidad, es más que evidente: por primera vez un grupo de abogados utilizan el cine para defender un acusado, cinco en este caso.
El fallo de la Corte Suprema de Justicia de Tokio debió conocerse en marzo de 1956, pero "Sombras en pleno día" fue exhibida pocos meses antes. El formidable estremecimiento que ella produjo en la opinión pública, obligó a los magistrados a revisar el caso más a fondo. El fallo fue aplazado hasta diciembre. Pero ha sido aplazado de nuevo, indefinidamente. En realidad, la película ha puesto en duda los procedimientos de la policía y la justicia japonesa, y lo ha hecho de una manera franca, dramática, en un alegato de dos horas que puede ocasionar serios cambios en la organización del Estado japonés.
Es preciso conocer algunos detalles para comprender la incalculable trascendencia del film. En primer término, el Japón es el único país del mundo donde los argumentos cinematográficos no están sometidos a censura previa. Pero sus autores responden ante la justicia por todo lo que se atreven a afirmar en sus películas
Por eso fue posible "Sombras en pleno día". Allí se cuenta la misma historia que el público japonés conocía, pero se cuenta desde adentro, partiendo de las mismas hipótesis de la policía. Al final se tiene la impresión de que todas las hipótesis han sido destruidas. El autor no descarta la posibilidad de que los cinco muchachos hayan cometido el crimen. Pero demuestra por qué son dudosos los argumentos de la policía. Allí se ve, en una escena de un dramatismo sobrecogedor, cómo uno solo de ellos pudo descuartizar a las víctimas -ciego de terror- mientras los otros trataban de localizar el dinero.
Pero no es eso lo más importante: el punto clave, que es también el argumento del film, es la forma en que -según los autores de la película- se consiguió la confesión del primer acusado, así como la de los otros cuatro. Sencillamente, la policía se valió de torturas atroces. Los acusados resistieron. Pero después de una serie de interrogatorios espeluznantes, se vieron precisados a firmar, casi sin conocimiento, todas las confesiones que sus jueces pusieron frente a ellos.
Durante el juicio, todos se retractaron. Todos denunciaron los atroces procedimientos por medio de los cuales fueron obligados a confesar. Pero los jueces prestaron oídos sordos a sus protestas, pues, de aceptar como válidas sus acusaciones, habrían tenido que admitir las confesiones forzosas, los tremendos métodos de la policía japonesa. Por eso fueron condenados.
Sin ningún recurso judicial, los abogados insistieron. Y esta vez por un medio insólito y convincente: el cine. Dos grandes del gran cine japonés se presentaron a la empresa. El productor, Tengo Yamaca, productor de "Los hijos de Hiroshima" y "Los pescadores de Cangrejos", y el guionista, Shinohy Hahimoto, autor de "Rashomon" y los "Siete Samurai". Esas cuatro películas son cuatro claves en la historia del cine. Pero el momento culminante es "Sombras en pleno día". La razón es sencilla: si la Corte Suprema de Justicia falla en favor de la película, tiene que reconocer la atrocidad de los métodos policiales. Eso significaría nada menos que el punto de partida para una revisión general de todos los procesos judiciales hechos en el Japón en los últimos años.
Pero si la Corte Suprema de Justicia falla en contra de la película -es decir, si confirma el fallo de los jueces- el producto, el guionista y el director, saben a qué atenerse: serán juzgados y encarcelados por difamación. No es un accidente: ellos lo sabían desde antes de iniciar la filmación. Simplemente tuvieron el valor de correr los riesgos. Por ahora, tienen ganada la primera partida: la opinión pública está en pie, reclamando justicia, y la Corte Suprema se ha visto precisado a aplazar su veredicto.
Los aplausos del público francés se han dirigido especialmente al coraje del productor, Tengo Yamaca, que por tercera vez corre el riesgo de decir tremendas verdades en el cine. La primera es inolvidable: "Los hijos de Hiroshima", una dramática acusación por el lanzamiento de la bomba atómica sobre una ciudad civil. El film tuvo problemas con la censura occidental, pero en estos momentos ha sido exhibido en casi todo el mundo, y los convincentes argumentos expuestos en él parecen definitivamente aceptados.
El otro film -exhibido hace poco tiempo en París es la patética acusación de los métodos de explotación de los pobres "Pescadores de Cangrejos". Un film espeluznante que, como "Los hijos de Hiroshima" y "Sombras en pleno día", ha sacudido a la opinión pública. En síntesis, Tengo Yamaca es un acusador implacable. "Sombras en pleno día", una película sin antecedentes.
Una tarde del otoño de 1951 los periódicos de Tokio destacaron en su primera página la crónica de un crimen atroz. Un matrimonio de ancianos campesinos fue asesinado en su propia casa, descuartizado a golpes de hacha. El móvil era evidente. Durante toda su vida, el matrimonio había trabajado duramente para asegurarse una ancianidad tranquila y sin sobresaltos. Una modesta suma escondida entre las tablas del piso era el resultado de esa larga previsión. También esa fue la causa de su muerte.
El estupor de la opinión pública impulsó a la policía japonesa a multiplicar sus esfuerzos para que el crimen no quedara impune. Había muy pocas pistas: una botella vacía, presumiblemente abandonada por el asesino en el portal de la casa. Pero no se encontraron en ella huellas digitales, como tampoco se encontraron en el hacha homicida.
El examen de los cadáveres permitió llegar a una conclusión: había varios autores materiales. Los cuerpos habían sido de tal manera destrozados , que era inverosímil la hipótesis de que un solo hombre hubiera podido descargar los golpes.
Una semana después del crimen, un muchacho de la región fue detenido por la policía. Sorprendido, el muchacho, sin ocupación conocida, no pudo explicar el origen de su dinero. Rápidamente la policía construyó su hipótesis y acusó al muchacho del crimen de los ancianos. Pero faltaba algo más: los cómplices. Después de un interrogatorio agotador, el acusado mencionó cuatro nombres.
Eran cuatro muchachos de la región que inicialmente negaron sistemáticamente su participación en el crimen. Pero poco tiempo después confesaron. Fueron juzgados y condenados. Los abogados defensores -que habían construido sus tesis sobre las propias contradicciones de la policía-_apelaron a la Corte Suprema .
Ese es, en síntesis, el hecho que dio origen a una película que acaba de salir en París, y que ha ocasionado una formidable sensación en todos los medios: "Ombres en plein jour", "Sombras en pleno día". Es un documento terrible, y es al mismo tiempo un alegato jurídico, "Todos somos asesinos", "Y se hizo justicia". La importancia de esa película, no sólo en la historia del cine sino en la historia de la humanidad, es más que evidente: por primera vez un grupo de abogados utilizan el cine para defender un acusado, cinco en este caso.
El fallo de la Corte Suprema de Justicia de Tokio debió conocerse en marzo de 1956, pero "Sombras en pleno día" fue exhibida pocos meses antes. El formidable estremecimiento que ella produjo en la opinión pública, obligó a los magistrados a revisar el caso más a fondo. El fallo fue aplazado hasta diciembre. Pero ha sido aplazado de nuevo, indefinidamente. En realidad, la película ha puesto en duda los procedimientos de la policía y la justicia japonesa, y lo ha hecho de una manera franca, dramática, en un alegato de dos horas que puede ocasionar serios cambios en la organización del Estado japonés.
Es preciso conocer algunos detalles para comprender la incalculable trascendencia del film. En primer término, el Japón es el único país del mundo donde los argumentos cinematográficos no están sometidos a censura previa. Pero sus autores responden ante la justicia por todo lo que se atreven a afirmar en sus películas
Por eso fue posible "Sombras en pleno día". Allí se cuenta la misma historia que el público japonés conocía, pero se cuenta desde adentro, partiendo de las mismas hipótesis de la policía. Al final se tiene la impresión de que todas las hipótesis han sido destruidas. El autor no descarta la posibilidad de que los cinco muchachos hayan cometido el crimen. Pero demuestra por qué son dudosos los argumentos de la policía. Allí se ve, en una escena de un dramatismo sobrecogedor, cómo uno solo de ellos pudo descuartizar a las víctimas -ciego de terror- mientras los otros trataban de localizar el dinero.
Pero no es eso lo más importante: el punto clave, que es también el argumento del film, es la forma en que -según los autores de la película- se consiguió la confesión del primer acusado, así como la de los otros cuatro. Sencillamente, la policía se valió de torturas atroces. Los acusados resistieron. Pero después de una serie de interrogatorios espeluznantes, se vieron precisados a firmar, casi sin conocimiento, todas las confesiones que sus jueces pusieron frente a ellos.
Durante el juicio, todos se retractaron. Todos denunciaron los atroces procedimientos por medio de los cuales fueron obligados a confesar. Pero los jueces prestaron oídos sordos a sus protestas, pues, de aceptar como válidas sus acusaciones, habrían tenido que admitir las confesiones forzosas, los tremendos métodos de la policía japonesa. Por eso fueron condenados.
Sin ningún recurso judicial, los abogados insistieron. Y esta vez por un medio insólito y convincente: el cine. Dos grandes del gran cine japonés se presentaron a la empresa. El productor, Tengo Yamaca, productor de "Los hijos de Hiroshima" y "Los pescadores de Cangrejos", y el guionista, Shinohy Hahimoto, autor de "Rashomon" y los "Siete Samurai". Esas cuatro películas son cuatro claves en la historia del cine. Pero el momento culminante es "Sombras en pleno día". La razón es sencilla: si la Corte Suprema de Justicia falla en favor de la película, tiene que reconocer la atrocidad de los métodos policiales. Eso significaría nada menos que el punto de partida para una revisión general de todos los procesos judiciales hechos en el Japón en los últimos años.
Pero si la Corte Suprema de Justicia falla en contra de la película -es decir, si confirma el fallo de los jueces- el producto, el guionista y el director, saben a qué atenerse: serán juzgados y encarcelados por difamación. No es un accidente: ellos lo sabían desde antes de iniciar la filmación. Simplemente tuvieron el valor de correr los riesgos. Por ahora, tienen ganada la primera partida: la opinión pública está en pie, reclamando justicia, y la Corte Suprema se ha visto precisado a aplazar su veredicto.
Los aplausos del público francés se han dirigido especialmente al coraje del productor, Tengo Yamaca, que por tercera vez corre el riesgo de decir tremendas verdades en el cine. La primera es inolvidable: "Los hijos de Hiroshima", una dramática acusación por el lanzamiento de la bomba atómica sobre una ciudad civil. El film tuvo problemas con la censura occidental, pero en estos momentos ha sido exhibido en casi todo el mundo, y los convincentes argumentos expuestos en él parecen definitivamente aceptados.
El otro film -exhibido hace poco tiempo en París es la patética acusación de los métodos de explotación de los pobres "Pescadores de Cangrejos". Un film espeluznante que, como "Los hijos de Hiroshima" y "Sombras en pleno día", ha sacudido a la opinión pública. En síntesis, Tengo Yamaca es un acusador implacable. "Sombras en pleno día", una película sin antecedentes.
Wednesday, July 21, 2010
Marilú sobrevive sobre el techo de una casa
El 11 de noviembre de 1985 una lluvia de ceniza empezó a cubrir los tejados de las casas, las hojas de los árboles y las estrechas calles del Líbano, frío y apacible poblado del norte tolimense.
La familia de Manuel Canario vivía desde hacía ya tanto tiempo en el municipio, que en sus memorias no habitaba historia que no fuera matizada por la fría bruma y los días de invierno de esta medio apaisada población.
Manuel, en su juventud, fue recolector de café, repartidor de periódicos y en sus tiempos libres trabajaba como locutor en la emisora del pueblo; fue allí donde conoció a Herminia Suárez, su mujer de toda la vida y con la que tuvo dos hijos, Adrián, de diecinueve años, y Carina, de ocho; una niña de mirada somnolienta que siempre estaba acompañada de Marilú, una regordeta y deforme muñeca de trapo, que además de ser su juguete preferido, parecía ser más una extensión de su frágil cuerpo.
Con esas reiteradas lluvias cenicientas llegaron también los temblores, apenas perceptibles en la noche y una especie de roncos gemidos, como de viejo asmático, que parecían venir con el viento de las cumbres heladas del nevado del Ruiz, al otro lado de las montañas. Manuel Canario entonces empezó a sentir miedo.
Con el miedo del padre llegó también la desconfianza de Herminia, madre, esposa y modista de los Canario y de todos los vecinos conocidos en ese pedazo del Líbano que habitaban por allá desde los setenta. Que se nos va a venir el mundo de un momento a otro, presagiaban los arrieros que bajaban de pronto con su recua de mulas; que nos va a sepultar el nevado en cualquier momento, sentenciaban los sembradores de café al regresar del surco por las tardes y advertir que las cenizas tenían ya más de dos dedos de grosor sobre los tejados. Que se abrirá la tierra para tragarnos y este pueblo será nuestro propio cementerio, repetían convencidas las más viejas y chismosas entre camándulas y novenarios.
La decisión llegó como una bofetada, definitiva e irrevocable, entre la noche del 12 y la madrugada del 13 cuando los Canario descubrieron otra vez ese cielo sombrío y sin estrellas como si se hubiera detenido de repente en un eclipse infinito que llevaba ya varias noches con sus días. Manuel Canario ordenó a su familia que desarmaran las camas y los muebles, que amontonaran en costales los trebejos de la cocina y la ropa de siempre y que dejaran apenas unas mudas para la tierra caliente a donde dirigirían su destino; que regalaran las gallinas a las vecinas de la cuadra; y que, amontonados y amarrados los bártulos de casa, los acomodaran en el pequeño camión en el que el viejo Canario había hecho tantos trasteos por encargo para sostener a su familia.
Todo el 13 se les fue a los Canario como envueltos en un aire de nostalgias, de sonrisas escasas, de monosílabos y evocaciones, causados por la cercanía del adiós a esas gentes y a ese pueblo que había sido hasta ese momento la única razón de sus vidas.
Con el canto de las primeras cigarras, unos minutos después de las siete de la tarde, el camión ya estaba listo. Y una vecina, de esas que nunca faltan a la hora de las despedidas, les ofreció la última taza de café con bizcochos antes de emprender el viaje.
Fue en el momento exacto en el que el viejo Canario, después de acomodar en la cabina a Herminia y a Carina, que no paraba de acariciar su muñeca deforme. Fue en ese instante exacto en el que Canario encendió su camioncito Ford 58 WT 4055 cuando Adrián saltó de la carrocería en la que ya se había instalado y como si un presentimiento le hubiera golpeado de lleno en la boca del estómago, decidió, sin mediar explicación, quedarse en el Líbano y no viajar con su familia, con la promesa incierta de reunirse luego con ellos.
Bien oscurecido estaba cuando el camioncito de los Canario dejó atrás la carretera del Líbano y en el cruce de caminos de La Central, Manuel miró a su izquierda adivinando la calurosa Honda o dibujó en su derecha y en su mente la Ciudad Blanca. Sin pensarlo dos veces entonces decidió que la ruta de sus vidas era Armero.
Durante el trayecto que los separaba de Armero, Manuel hacía un esfuerzo para recordar la calle contigua a la iglesia donde les podría dar posada un pariente lejano mientras lograban instalarse en el nuevo pueblo. Herminia, avergonzada y silenciosa, recordaba que no había entregado la encomienda de un par de pantalones que le había angostado al secretario de la Alcaldía del Líbano, mientras Carina, flotando en su fantasía de siempre y ajena por completo a lo que estaba sucediendo, hablaba como para sí, entusiasmada pero en voz baja reprendiendo de pronto a Marilú.
Así, entre paradas y reinicios, el camioncito Ford 58 de los Canario entró en la solitaria y anochecida ciudad de las once y tantas de la noche en el momento exacto en el que se vino la avalancha de lodo incendiado del cráter volcán del nevado del Ruiz y sepultó por completo a la población con todo y recién llegados, que de seguro no presintieron ni alcanzaron a entender nunca la realidad de la tragedia.
El atardecer trágico y dolorido del 14 de noviembre de 1985 Adrián Canario, deslizándose desde una escalera de cuerdas de algún helicóptero de la Cruz Roja Internacional, se dejó caer sobre el cementerio de lodo y entre cadáveres, empalizadas, reses muertas y un infierno de objetos innominados, descubrió, de pronto, sobre lo que en algún tiempo fue el techo de una casa, una muñeca de trapo deforme y regordeta a la que alguna vez una niña tiernamente llamaba Marilú.
Margenis Campo Peñaloza (Colombia )
La familia de Manuel Canario vivía desde hacía ya tanto tiempo en el municipio, que en sus memorias no habitaba historia que no fuera matizada por la fría bruma y los días de invierno de esta medio apaisada población.
Manuel, en su juventud, fue recolector de café, repartidor de periódicos y en sus tiempos libres trabajaba como locutor en la emisora del pueblo; fue allí donde conoció a Herminia Suárez, su mujer de toda la vida y con la que tuvo dos hijos, Adrián, de diecinueve años, y Carina, de ocho; una niña de mirada somnolienta que siempre estaba acompañada de Marilú, una regordeta y deforme muñeca de trapo, que además de ser su juguete preferido, parecía ser más una extensión de su frágil cuerpo.
Con esas reiteradas lluvias cenicientas llegaron también los temblores, apenas perceptibles en la noche y una especie de roncos gemidos, como de viejo asmático, que parecían venir con el viento de las cumbres heladas del nevado del Ruiz, al otro lado de las montañas. Manuel Canario entonces empezó a sentir miedo.
Con el miedo del padre llegó también la desconfianza de Herminia, madre, esposa y modista de los Canario y de todos los vecinos conocidos en ese pedazo del Líbano que habitaban por allá desde los setenta. Que se nos va a venir el mundo de un momento a otro, presagiaban los arrieros que bajaban de pronto con su recua de mulas; que nos va a sepultar el nevado en cualquier momento, sentenciaban los sembradores de café al regresar del surco por las tardes y advertir que las cenizas tenían ya más de dos dedos de grosor sobre los tejados. Que se abrirá la tierra para tragarnos y este pueblo será nuestro propio cementerio, repetían convencidas las más viejas y chismosas entre camándulas y novenarios.
La decisión llegó como una bofetada, definitiva e irrevocable, entre la noche del 12 y la madrugada del 13 cuando los Canario descubrieron otra vez ese cielo sombrío y sin estrellas como si se hubiera detenido de repente en un eclipse infinito que llevaba ya varias noches con sus días. Manuel Canario ordenó a su familia que desarmaran las camas y los muebles, que amontonaran en costales los trebejos de la cocina y la ropa de siempre y que dejaran apenas unas mudas para la tierra caliente a donde dirigirían su destino; que regalaran las gallinas a las vecinas de la cuadra; y que, amontonados y amarrados los bártulos de casa, los acomodaran en el pequeño camión en el que el viejo Canario había hecho tantos trasteos por encargo para sostener a su familia.
Todo el 13 se les fue a los Canario como envueltos en un aire de nostalgias, de sonrisas escasas, de monosílabos y evocaciones, causados por la cercanía del adiós a esas gentes y a ese pueblo que había sido hasta ese momento la única razón de sus vidas.
Con el canto de las primeras cigarras, unos minutos después de las siete de la tarde, el camión ya estaba listo. Y una vecina, de esas que nunca faltan a la hora de las despedidas, les ofreció la última taza de café con bizcochos antes de emprender el viaje.
Fue en el momento exacto en el que el viejo Canario, después de acomodar en la cabina a Herminia y a Carina, que no paraba de acariciar su muñeca deforme. Fue en ese instante exacto en el que Canario encendió su camioncito Ford 58 WT 4055 cuando Adrián saltó de la carrocería en la que ya se había instalado y como si un presentimiento le hubiera golpeado de lleno en la boca del estómago, decidió, sin mediar explicación, quedarse en el Líbano y no viajar con su familia, con la promesa incierta de reunirse luego con ellos.
Bien oscurecido estaba cuando el camioncito de los Canario dejó atrás la carretera del Líbano y en el cruce de caminos de La Central, Manuel miró a su izquierda adivinando la calurosa Honda o dibujó en su derecha y en su mente la Ciudad Blanca. Sin pensarlo dos veces entonces decidió que la ruta de sus vidas era Armero.
Durante el trayecto que los separaba de Armero, Manuel hacía un esfuerzo para recordar la calle contigua a la iglesia donde les podría dar posada un pariente lejano mientras lograban instalarse en el nuevo pueblo. Herminia, avergonzada y silenciosa, recordaba que no había entregado la encomienda de un par de pantalones que le había angostado al secretario de la Alcaldía del Líbano, mientras Carina, flotando en su fantasía de siempre y ajena por completo a lo que estaba sucediendo, hablaba como para sí, entusiasmada pero en voz baja reprendiendo de pronto a Marilú.
Así, entre paradas y reinicios, el camioncito Ford 58 de los Canario entró en la solitaria y anochecida ciudad de las once y tantas de la noche en el momento exacto en el que se vino la avalancha de lodo incendiado del cráter volcán del nevado del Ruiz y sepultó por completo a la población con todo y recién llegados, que de seguro no presintieron ni alcanzaron a entender nunca la realidad de la tragedia.
El atardecer trágico y dolorido del 14 de noviembre de 1985 Adrián Canario, deslizándose desde una escalera de cuerdas de algún helicóptero de la Cruz Roja Internacional, se dejó caer sobre el cementerio de lodo y entre cadáveres, empalizadas, reses muertas y un infierno de objetos innominados, descubrió, de pronto, sobre lo que en algún tiempo fue el techo de una casa, una muñeca de trapo deforme y regordeta a la que alguna vez una niña tiernamente llamaba Marilú.
Margenis Campo Peñaloza (Colombia )
Tuesday, June 29, 2010
Un día de éstos
Gabriel García Márquez
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de la ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
-- Papá.
-- Qué
-- Dice el alcalde que si le sacas una muela.
-- Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-- Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
-- Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
-- Papá.
-- Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
-- Dice que si no le sacas la mela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
-- Bueno --dijo--. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
-- Siéntese.
-- Buenos días --dijo el alcalde.
-- Buenos --dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la cabeza hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una presión cautelosa de los dedos.
-- Tiene que ser sin anestesia --dijo.
-- ¿Por qué?
-- Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
-- Esta bien --dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, mas bien con una marga ternura, dijo:
-- Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-- Séquese las lágrimas --dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose. "Acuéstese --dijo-- y haga buches de agua de sal." El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
-- Me pasa la cuenta -dijo.
-- ¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica:
-- Es la misma vaina.
El lunes amaneció tibio y sin lluvia. Don Aurelio Escovar, dentista sin título y buen madrugador, abrió su gabinete a las seis. Sacó de la vidriera una dentadura postiza montada aún en el molde de yeso y puso sobre la mesa un puñado de instrumentos que ordenó de mayor a menor, como en una exposición. Llevaba una camisa a rayas, sin cuello, cerrada arriba con un botón dorado, y los pantalones sostenidos con cargadores elásticos. Era rígido, enjuto, con una mirada que raras veces correspondía a la situación, como la mirada de los sordos.
Cuando tuvo las cosas dispuestas sobre la mesa rodó la fresa hacia el sillón de resortes y se sentó a pulir la dentadura postiza. Parecía no pensar en lo que hacía, pero trabajaba con obstinación, pedaleando en la fresa incluso cuando no se servía de ella.
Después de la ocho hizo una pausa para mirar el cielo por la ventana y vio dos gallinazos pensativos que se secaban al sol en el caballete de la casa vecina. Siguió trabajando con la idea de que antes del almuerzo volvería a llover. La voz destemplada de su hijo de once años lo sacó de su abstracción.
-- Papá.
-- Qué
-- Dice el alcalde que si le sacas una muela.
-- Dile que no estoy aquí.
Estaba puliendo un diente de oro. Lo retiró a la distancia del brazo y lo examinó con los ojos a medio cerrar. En la salita de espera volvió a gritar su hijo.
-- Dice que sí estás porque te está oyendo.
El dentista siguió examinando el diente. Sólo cuando lo puso en la mesa con los trabajos terminados, dijo:
-- Mejor.
Volvió a operar la fresa. De una cajita de cartón donde guardaba las cosas por hacer, sacó un puente de varias piezas y empezó a pulir el oro.
-- Papá.
-- Qué.
Aún no había cambiado de expresión.
-- Dice que si no le sacas la mela te pega un tiro.
Sin apresurarse, con un movimiento extremadamente tranquilo, dejó de pedalear en la fresa, la retiró del sillón y abrió por completo la gaveta inferior de la mesa. Allí estaba el revólver.
-- Bueno --dijo--. Dile que venga a pegármelo.
Hizo girar el sillón hasta quedar de frente a la puerta, la mano apoyada en el borde de la gaveta. El alcalde apareció en el umbral. Se había afeitado la mejilla izquierda, pero en la otra, hinchada y dolorida, tenía una barba de cinco días. El dentista vio en sus ojos marchitos muchas noches de desesperación. Cerró la gaveta con la punta de los dedos y dijo suavemente:
-- Siéntese.
-- Buenos días --dijo el alcalde.
-- Buenos --dijo el dentista.
Mientras hervían los instrumentos, el alcalde apoyó el cráneo en el cabezal de la silla y se sintió mejor. Respiraba un olor glacial. Era un gabinete pobre: una vieja silla de madera, la fresa de pedal, y una vidriera con pomos de loza. Frente a la silla, una ventana con un cancel de tela hasta la altura de un hombre. Cuando sintió que el dentista se acercaba, el alcalde afirmó los talones y abrió la boca.
Don Aurelio Escovar le movió la cabeza hacia la luz. Después de observar la muela dañada, ajustó la mandíbula con una presión cautelosa de los dedos.
-- Tiene que ser sin anestesia --dijo.
-- ¿Por qué?
-- Porque tiene un absceso.
El alcalde lo miró en los ojos.
-- Esta bien --dijo, y trató de sonreír. El dentista no le correspondió. Llevó a la mesa de trabajo la cacerola con los instrumentos hervidos y los sacó del agua con unas pinzas frías, todavía sin apresurarse. Después rodó la escupidera con la punta del zapato y fue a lavarse las manos en el aguamanil. Hizo todo sin mirar al alcalde. Pero el alcalde no lo perdió de vista.
Era una cordal inferior. El dentista abrió las piernas y apretó la muela con el gatillo caliente. El alcalde se aferró a las barras de la silla, descargó toda su fuerza en los pies y sintió un vacío helado en los riñones, pero no soltó un suspiro. El dentista sólo movió la muñeca. Sin rencor, mas bien con una marga ternura, dijo:
-- Aquí nos paga veinte muertos, teniente.
El alcalde sintió un crujido de huesos en la mandíbula y sus ojos se llenaron de lágrimas. Pero no suspiró hasta que no sintió salir la muela. Entonces la vio a través de las lágrimas. Le pareció tan extraña a su dolor, que no pudo entender la tortura de sus cinco noches anteriores. Inclinado sobre la escupidera, sudoroso, jadeante, se desabotonó la guerrera y buscó a tientas el pañuelo en el bolsillo del pantalón. El dentista le dio un trapo limpio.
-- Séquese las lágrimas --dijo.
El alcalde lo hizo. Estaba temblando. Mientras el dentista se lavaba las manos, vio el cielorraso desfondado y una telaraña polvorienta con huevos de araña e insectos muertos. El dentista regresó secándose. "Acuéstese --dijo-- y haga buches de agua de sal." El alcalde se puso de pie, se despidió con un displicente saludo militar, y se dirigió a la puerta estirando las piernas, sin abotonarse la guerrera.
-- Me pasa la cuenta -dijo.
-- ¿A usted o al municipio?
El alcalde no lo miró. Cerró la puerta, y dijo, a través de la red metálica:
-- Es la misma vaina.
Wednesday, May 19, 2010
Pasaporte a Bolaño
Silvia Andrea Valencia Vivas (Colombia )
Estaba preocupada. Alguien me había dicho que en la frontera con Chile pedían una bolsa de viaje de 50 dólares diarios y me iba a quedar un mes. Tenía una bolsa de viaje, sí, pero era de esa cantidad para todo el mes. En la fila de migraciones, larga por cierto, había peruanos, chilenos y colombianos con cara de preocupados mirando el reloj. Mientras esperaba, escuchaba los diferentes acentos de cada país y reflexionaba sobre ellos. Llevaba varios días pensando en la costumbre chilena de terminar las palabras en "i". Mi conclusión no era descabellada, pensé que habían adoptado la conjugación de la segunda persona del plural, vosotros, y como hablaban tan rápido se comían las eses de las terminaciones "eis" y "ais".
Por fin llegó mi turno y el hombre de la ventanilla me pidió el pasaporte. En él siempre cargo mi carné de estudiante. El hombre me miró y me preguntó:
-¿Es usted estudiante?
Me pareció innecesaria la pregunta, acababa de ver el carné que lo certificaba; le contesté lo obvio, que sí. El hombre volvió a mirar el carné y me dijo:
-¿De qué?
Eran preguntas extrañas en una situación extraña con un completo extraño, eso hay que aceptarlo. Cuando me hizo la pregunta recordé la facultad que había dejado a medias por meterme de cabeza en un viaje desesperado por conocer el continente. Tímidamente respondí la verdad.
-Soy una estudiante de literatura.
El hombre cerró con violencia el pasaporte y me miró asombrado; después de unos cinco segundos me preguntó:
-¿Ha leído usted el último libro de Gabriel García Márquez?
La pregunta, debo aceptarlo, me cayó como un balde de agua fría. ¿A qué persona en el mundo le preguntan en una oficina de migraciones si ha leído a Gabo? Al principio creí que me estaba coqueteando y lo único que se le ocurrió al ver mi nacionalidad colombiana fue preguntarme por García Márquez. Siempre pasa. Le contesté con insolencia que sí, pero que no me había gustado. Para mi sorpresa el tipo se acercó y dijo:
-¡Cierto, yo creo que después de Cien años de soledad el viejo ya no debió escribir más!
Ante tal expresión cultural, impregnada de una humanidad que no parece existir en los agentes de fronteras, retenes o peajes, me quedé de una pieza, no sabía qué hacer; tenía una fila enorme y nerviosa detrás de mí, pero en frente a un desubicado hombre de migraciones que decidía el futuro de mi viaje. Sin pensar más y dejándome de inhibiciones, le dije que no era para tanto, que debió parar después de El otoño del patriarca. Él me respondió meneando la cabeza:
-De pronto, pero lo que a mí más me gusta de García Márquez, ahora que recuerdo, son los Doce cuentos peregrinos.
No quería ser grosera y seguí la conversación comentándole la denuncia que el taller literario mexicano dirigido por Gabo le hizo al escritor, alegando que los textos del libro habían sido hechos por integrantes del taller. El hombre asombrado me dijo que eso no lo sabía y que iba a estudiar mejor cada obra y autor que leyera, que esas cosas no podían pasar en vano.
La situación no podía ser más insólita hasta que el hombre, después de una corta reflexión, empezó a hablarme de Gabriela Mistral, Neruda, Borges, Cortázar y James Joyce. Cuando llegó al Ulises se quedó pensando e interesado en mi respuesta, preguntó:
-¿Qué piensa usted del crítico Bloom?
Yo no sabía absolutamente nada del crítico Bloom, solo que tenía el mismo apellido del personaje del Ulises. Le contesté que no pensaba nada porque no sabía nada. El hombre se disgustó y me exhortó a leerlo. Yo pensé en defenderme y decirle que la crítica no me interesaba y que prefería sacar mis propias conclusiones, y hasta pensé en citar a George Steiner, que aunque es crítico, tiene posiciones interesantes al respecto. No dije nada.
Cuando el hombre volvió a abrir el pasaporte, la gente empezó a desesperarse. Chiflaban y carraspeaban hasta que un arriesgado alzó la voz diciendo cosas que no puedo transcribir, y no porque sean indecorosas o de mal gusto, es que no entendí una sola palabra.
Sé que era español, pero no sé español chileno, solo entendí que cada oración la terminaba en "po". Tampoco entendí nada de lo que le respondió el ilustrado hombre de migraciones, solo que cada oración la terminaba con "¿cachai?". Bueno, no sé si ayuden a esclarecer en algo el enfrentamiento estas dos palabras, únicas sobrevivientes de un mar de insultos en un idioma romance, al parecer.
La gente de la fila había crecido notoriamente y el hombre no dejaba de sorprenderme: después de verlo tan eufórico y malhumorado se me hizo increíble que se sentara con una tranquilidad casi beatífica y me mirara con cara de "sigamos en lo que íbamos". Ya le iba a decir que tenía prisa y que la gente detrás también, pero como si le hubiera pasado por el cuerpo un corrientazo me preguntó:
-¿Ha leído a Roberto Bolaño?
Le respondí con vergüenza la verdad, pues hasta ahora íbamos 1-0 por lo de Bloom; le dije que no mientras pensaba en el escritor chileno y en su casi homónimo mexicano, el Chavo del Ocho.
El hombre, ahora más enérgico, levantó el sello que tatuaría en mi pasaporte y me reconocía como una extranjera legal en Chile y, en un de-sorden de hojas marcadas por diferentes países, lo plasmó. Me lo entregó diciéndome con una gran sonrisa:
-Buen viaje y que la traten muy bien en mi país.
Me fijé en el sello y vi que me había dado una permanencia inusualmente larga. Le dije al hombre que yo solo necesitaba un mes; él, con otra sonrisa aún más grande, me dijo:
-Un mes es muy poco para leer a Bolaño, tómese su tiempo.
Le sonreí, di las gracias y me fui a conocer esa tierra de la que hablaban Víctor Jara, Violeta Parra y todos los trovadores, pensando que ese era el mejor trabajador que yo había visto.
Hoy, cuatro años después, he vuelto y en migraciones he preguntado por el hombre. Me han dicho que lo despidieron por hacer cada vez más lento su trabajo sin ninguna explicación. Me quedé helada y de las manos se me cayó Los detectives salvajes, de Bolaño. Di media vuelta y vi en frente hombres y mujeres con la mirada gacha y con un libro de Bolaño en las manos.
Estaba preocupada. Alguien me había dicho que en la frontera con Chile pedían una bolsa de viaje de 50 dólares diarios y me iba a quedar un mes. Tenía una bolsa de viaje, sí, pero era de esa cantidad para todo el mes. En la fila de migraciones, larga por cierto, había peruanos, chilenos y colombianos con cara de preocupados mirando el reloj. Mientras esperaba, escuchaba los diferentes acentos de cada país y reflexionaba sobre ellos. Llevaba varios días pensando en la costumbre chilena de terminar las palabras en "i". Mi conclusión no era descabellada, pensé que habían adoptado la conjugación de la segunda persona del plural, vosotros, y como hablaban tan rápido se comían las eses de las terminaciones "eis" y "ais".
Por fin llegó mi turno y el hombre de la ventanilla me pidió el pasaporte. En él siempre cargo mi carné de estudiante. El hombre me miró y me preguntó:
-¿Es usted estudiante?
Me pareció innecesaria la pregunta, acababa de ver el carné que lo certificaba; le contesté lo obvio, que sí. El hombre volvió a mirar el carné y me dijo:
-¿De qué?
Eran preguntas extrañas en una situación extraña con un completo extraño, eso hay que aceptarlo. Cuando me hizo la pregunta recordé la facultad que había dejado a medias por meterme de cabeza en un viaje desesperado por conocer el continente. Tímidamente respondí la verdad.
-Soy una estudiante de literatura.
El hombre cerró con violencia el pasaporte y me miró asombrado; después de unos cinco segundos me preguntó:
-¿Ha leído usted el último libro de Gabriel García Márquez?
La pregunta, debo aceptarlo, me cayó como un balde de agua fría. ¿A qué persona en el mundo le preguntan en una oficina de migraciones si ha leído a Gabo? Al principio creí que me estaba coqueteando y lo único que se le ocurrió al ver mi nacionalidad colombiana fue preguntarme por García Márquez. Siempre pasa. Le contesté con insolencia que sí, pero que no me había gustado. Para mi sorpresa el tipo se acercó y dijo:
-¡Cierto, yo creo que después de Cien años de soledad el viejo ya no debió escribir más!
Ante tal expresión cultural, impregnada de una humanidad que no parece existir en los agentes de fronteras, retenes o peajes, me quedé de una pieza, no sabía qué hacer; tenía una fila enorme y nerviosa detrás de mí, pero en frente a un desubicado hombre de migraciones que decidía el futuro de mi viaje. Sin pensar más y dejándome de inhibiciones, le dije que no era para tanto, que debió parar después de El otoño del patriarca. Él me respondió meneando la cabeza:
-De pronto, pero lo que a mí más me gusta de García Márquez, ahora que recuerdo, son los Doce cuentos peregrinos.
No quería ser grosera y seguí la conversación comentándole la denuncia que el taller literario mexicano dirigido por Gabo le hizo al escritor, alegando que los textos del libro habían sido hechos por integrantes del taller. El hombre asombrado me dijo que eso no lo sabía y que iba a estudiar mejor cada obra y autor que leyera, que esas cosas no podían pasar en vano.
La situación no podía ser más insólita hasta que el hombre, después de una corta reflexión, empezó a hablarme de Gabriela Mistral, Neruda, Borges, Cortázar y James Joyce. Cuando llegó al Ulises se quedó pensando e interesado en mi respuesta, preguntó:
-¿Qué piensa usted del crítico Bloom?
Yo no sabía absolutamente nada del crítico Bloom, solo que tenía el mismo apellido del personaje del Ulises. Le contesté que no pensaba nada porque no sabía nada. El hombre se disgustó y me exhortó a leerlo. Yo pensé en defenderme y decirle que la crítica no me interesaba y que prefería sacar mis propias conclusiones, y hasta pensé en citar a George Steiner, que aunque es crítico, tiene posiciones interesantes al respecto. No dije nada.
Cuando el hombre volvió a abrir el pasaporte, la gente empezó a desesperarse. Chiflaban y carraspeaban hasta que un arriesgado alzó la voz diciendo cosas que no puedo transcribir, y no porque sean indecorosas o de mal gusto, es que no entendí una sola palabra.
Sé que era español, pero no sé español chileno, solo entendí que cada oración la terminaba en "po". Tampoco entendí nada de lo que le respondió el ilustrado hombre de migraciones, solo que cada oración la terminaba con "¿cachai?". Bueno, no sé si ayuden a esclarecer en algo el enfrentamiento estas dos palabras, únicas sobrevivientes de un mar de insultos en un idioma romance, al parecer.
La gente de la fila había crecido notoriamente y el hombre no dejaba de sorprenderme: después de verlo tan eufórico y malhumorado se me hizo increíble que se sentara con una tranquilidad casi beatífica y me mirara con cara de "sigamos en lo que íbamos". Ya le iba a decir que tenía prisa y que la gente detrás también, pero como si le hubiera pasado por el cuerpo un corrientazo me preguntó:
-¿Ha leído a Roberto Bolaño?
Le respondí con vergüenza la verdad, pues hasta ahora íbamos 1-0 por lo de Bloom; le dije que no mientras pensaba en el escritor chileno y en su casi homónimo mexicano, el Chavo del Ocho.
El hombre, ahora más enérgico, levantó el sello que tatuaría en mi pasaporte y me reconocía como una extranjera legal en Chile y, en un de-sorden de hojas marcadas por diferentes países, lo plasmó. Me lo entregó diciéndome con una gran sonrisa:
-Buen viaje y que la traten muy bien en mi país.
Me fijé en el sello y vi que me había dado una permanencia inusualmente larga. Le dije al hombre que yo solo necesitaba un mes; él, con otra sonrisa aún más grande, me dijo:
-Un mes es muy poco para leer a Bolaño, tómese su tiempo.
Le sonreí, di las gracias y me fui a conocer esa tierra de la que hablaban Víctor Jara, Violeta Parra y todos los trovadores, pensando que ese era el mejor trabajador que yo había visto.
Hoy, cuatro años después, he vuelto y en migraciones he preguntado por el hombre. Me han dicho que lo despidieron por hacer cada vez más lento su trabajo sin ninguna explicación. Me quedé helada y de las manos se me cayó Los detectives salvajes, de Bolaño. Di media vuelta y vi en frente hombres y mujeres con la mirada gacha y con un libro de Bolaño en las manos.
El anillo
Alberto Campos Carlés ( Argentina)
Buscaba una casa solitaria para robar. Al no ver luces encendidas ni automóvil en la cochera, supuse que no habría nadie. Entré con el auxilio de una llave maestra, y con ayuda de una linterna, caminando sigilosamente, comencé a recorrer los primeros recintos de la casa. Entre tanto, abrí una bolsa que llevaba a un costado, y empecé a llenarla con los objetos que impresionaban valiosos y acertaba a tomar. Estaba con los nervios de punta. La luz de la linterna me sobresaltaba con las sombras flotantes, inciertas, y me hallaba atento ante los menores ruidos que emanaban de la casa. Con la bolsa a medio llenar, decidí de pronto salir de allí y alejarme. El deseo fue imperioso. Abría la puerta de salida con cuidado, cuando súbitamente se encendió luz en el pasillo y apareció una persona. Su silueta se destacaba, oscura, en el marco de una puerta. Quedé inmóvil, sin saber qué hacer. Quienquiera que fuera prendió otra luz, y se acercó; en vez de agredirme, saludó amablemente y me invitó a pasar a la cocina a tomar café. Sin salir del asombro, deposité en el piso la bolsa con sus objetos varios, y acepté la invitación. No parecía haber nadie más en la casa. Me inspiraba confianza, y en seguida comenzamos a hablar con naturalidad. En un momento dado, solicitó que le mostrara lo que cargaba en la bolsa. Avergonzado, prometí devolverle todo. "Esos son baratijas, chucherías, y carecen de valor", me respondió. "Sólo serán un estorbo para usted". Y para rematar su expresión, se quitó un anillo que llevaba en la mano izquierda, y me lo ofreció. Lo guardé en un bolsillo sin siquiera mirarlo; luego de agradecer la atención y despedirme, salí de la casa. Caminaba lentamente, sin voluntad de alejarme. Metí las manos en los bolsillos y al percibir el anillo en una mano, sentí remordimientos o una confusa sensación de culpa. Resolví, entonces, regresar para devolvérselo. Corrí hacia la casa, entré y fui directamente hasta la cocina. "Te aguardaba", dijo, "aunque no supuse que regresarías tan pronto". Pero el tono de voz desmentía sus palabras. Tomamos otras tazas de café. Le conté mi corta vida de ladrón, mientras comía un par de empanadas con voracidad, y entre tanto le escuchaba decir cosas que parecían muy importantes, pero que yo no alcanzaba a comprender. De todos modos, disfruté vivamente de su compañía. Determinó que podría pasar la noche allí, y me tendió una cama para dormir con comodidad. "En adelante, si estás de acuerdo, podría hacerme cargo de ti", ofreció . “Veremos”, le dije sonriendo. Me sentía extrañamente bien, protegido, casi dichoso. Acostado, sentí que volvía a ser niño. Podría dedicarme a soñar nuevamente. Descubrí que estaba empezando a enamorarme, y no me asustó la idea. Parecía extraña, nomás. Percibí que tenía puesto el anillo en el dedo índice. No recordaba cuando lo había calzado, y quise jugar con él. Firmemente adherido al dedo, no lo podía quitar. El temor a lo desconocido me invadió, y temblaba. Los escalofríos me sacudían sin control. Con un miedo ingente, escuché sus pasos que se acercaban. Utilicé todas mis fuerzas para desprenderme del anillo, pero el esfuerzo resultó inútil, como inútiles fueron todas mis reacciones para oponerle resistencia. Me tomaba con inusitada firmeza y suavidad. Mientras acariciaba mi cuerpo con sabia determinación, me besaba con unos labios que nunca había sentido sobre los míos, húmedos y tibios, dulces y muy ávidos. Cuando pegó su cuerpo al mío, sentí que me amaba como quizá nunca antes lo había hecho. Y también que nunca dejaría de amarle con una pasión irresistible, mientras llevara colocado en el dedo índice ese curioso e inefable anillo.
Buscaba una casa solitaria para robar. Al no ver luces encendidas ni automóvil en la cochera, supuse que no habría nadie. Entré con el auxilio de una llave maestra, y con ayuda de una linterna, caminando sigilosamente, comencé a recorrer los primeros recintos de la casa. Entre tanto, abrí una bolsa que llevaba a un costado, y empecé a llenarla con los objetos que impresionaban valiosos y acertaba a tomar. Estaba con los nervios de punta. La luz de la linterna me sobresaltaba con las sombras flotantes, inciertas, y me hallaba atento ante los menores ruidos que emanaban de la casa. Con la bolsa a medio llenar, decidí de pronto salir de allí y alejarme. El deseo fue imperioso. Abría la puerta de salida con cuidado, cuando súbitamente se encendió luz en el pasillo y apareció una persona. Su silueta se destacaba, oscura, en el marco de una puerta. Quedé inmóvil, sin saber qué hacer. Quienquiera que fuera prendió otra luz, y se acercó; en vez de agredirme, saludó amablemente y me invitó a pasar a la cocina a tomar café. Sin salir del asombro, deposité en el piso la bolsa con sus objetos varios, y acepté la invitación. No parecía haber nadie más en la casa. Me inspiraba confianza, y en seguida comenzamos a hablar con naturalidad. En un momento dado, solicitó que le mostrara lo que cargaba en la bolsa. Avergonzado, prometí devolverle todo. "Esos son baratijas, chucherías, y carecen de valor", me respondió. "Sólo serán un estorbo para usted". Y para rematar su expresión, se quitó un anillo que llevaba en la mano izquierda, y me lo ofreció. Lo guardé en un bolsillo sin siquiera mirarlo; luego de agradecer la atención y despedirme, salí de la casa. Caminaba lentamente, sin voluntad de alejarme. Metí las manos en los bolsillos y al percibir el anillo en una mano, sentí remordimientos o una confusa sensación de culpa. Resolví, entonces, regresar para devolvérselo. Corrí hacia la casa, entré y fui directamente hasta la cocina. "Te aguardaba", dijo, "aunque no supuse que regresarías tan pronto". Pero el tono de voz desmentía sus palabras. Tomamos otras tazas de café. Le conté mi corta vida de ladrón, mientras comía un par de empanadas con voracidad, y entre tanto le escuchaba decir cosas que parecían muy importantes, pero que yo no alcanzaba a comprender. De todos modos, disfruté vivamente de su compañía. Determinó que podría pasar la noche allí, y me tendió una cama para dormir con comodidad. "En adelante, si estás de acuerdo, podría hacerme cargo de ti", ofreció . “Veremos”, le dije sonriendo. Me sentía extrañamente bien, protegido, casi dichoso. Acostado, sentí que volvía a ser niño. Podría dedicarme a soñar nuevamente. Descubrí que estaba empezando a enamorarme, y no me asustó la idea. Parecía extraña, nomás. Percibí que tenía puesto el anillo en el dedo índice. No recordaba cuando lo había calzado, y quise jugar con él. Firmemente adherido al dedo, no lo podía quitar. El temor a lo desconocido me invadió, y temblaba. Los escalofríos me sacudían sin control. Con un miedo ingente, escuché sus pasos que se acercaban. Utilicé todas mis fuerzas para desprenderme del anillo, pero el esfuerzo resultó inútil, como inútiles fueron todas mis reacciones para oponerle resistencia. Me tomaba con inusitada firmeza y suavidad. Mientras acariciaba mi cuerpo con sabia determinación, me besaba con unos labios que nunca había sentido sobre los míos, húmedos y tibios, dulces y muy ávidos. Cuando pegó su cuerpo al mío, sentí que me amaba como quizá nunca antes lo había hecho. Y también que nunca dejaría de amarle con una pasión irresistible, mientras llevara colocado en el dedo índice ese curioso e inefable anillo.
Tuesday, April 27, 2010
COLORINA
Mabel Laferte
Vivir la agonía de no saber si se es querida es más difícil que estar desempleada a los veinticinco años. Nos conocimos por Internet. No acostumbraba a chatear, siempre había tenido la idea de que buscar pareja por Internet sería una estrategia patética y humillante, ¿cómo tan poca capacidad de conquista?. En fin, daba lo mismo, para el caso daba lo mismo. Ingresé a una sala de mi país con un “Nick name” que resultó ser muy atrayente: Colorina. Ese había sido mi apodo desde pequeña, nací con el color de pelo más codiciado entre las mujeres.
A mí me daba lo mismo. Apenas comenzaba a enviar mensajes para poder enganchar con alguien, de pronto apareció una ventana de sub-programa en mi pantalla: “ ‘Simplemente yo’ quiere tener una conversación privada con usted”, me decidí y le contesté el hola inicial. Su primera pregunta fue: ¿eres colorina de verdad o teñida?- pregunta que había tenido que responder durante años-sí – contesté. Fue entonces cuando ‘simplemente yo’ (el nickname más egocéntrico que he conocido en mi vida de cibernauta) me declaró que tenía una debilidad por las colorinas- cosa que había escuchado antes-empezamos a tener una conversación larga y entretenida, fue un enganche instantáneo y desconcertante, ninguno de los dos quería terminar la charla.
Nos dimos cuenta de que habíamos estado durante tres horas contándonos cosas personales y no tanto, nos agregamos los correos y quedamos en escribirnos para juntarnos alguna vez, lo más pronto posible. Pero había un detalle: Fotos. Le envié una que tenía escaneada enseguida. Me pasé toda la noche idealizándome a ‘simplemente yo’, que a propósito se llamaba Roberto, de signo Escorpión y 28 años, casi perfecto; digo casi por que aun no conocía su fisonomía.
Estudiaba algo interesante, era un tipo bueno, de los que cuesta mucho encontrar. Al día siguiente recibí un mail de Roberto, Asunto: Fotos. Al abrir el correo me puse muy ansiosa y nerviosa, no sabía lo que me esperaba: un orejón con verrugas en la nariz o un tipo bien parecido... a un monstruo y en el peor de los casos, un chico de aspecto agradable. Nunca me han gustado los hombres guapos, por lo menos no para relaciones serias y ahora en mi mente quedaba espacio solo para algo así. Me dispuse a ‘descargar archivo adjunto’ y al aparecer en la pantalla de mi PC la hoja de Word en las que venían pegadas las dos fotografías respiré profundamente y boté el aire inhalado para aliviar mi preocupación: Era guapo según mi gusto físico de un prototipo masculino de su edad.
No era el clon de Antonio Banderas, pero era guapo. Leí entonces lo que me había escrito en el correo, decía que yo era muy bella pero la foto no era de tan buena calidad, así que ahora ansiaba aún más conocerme en persona. Justo en esos días pasaba yo por un momento de baja autoestima y me andaba encontrando algo pasada de peso, bueno, luego de tener un hijo cualquiera que no disponga de dinero para gimnasios y personal training, queda un poco más gruesa de como a los dieciséis.
En fin, la idea era juntarnos en el Barrio Brasil, lugar santiaguino repleto de bares y lugares especiales para primeras citas con un desconocido: harta gente, carabineros por todos lados y una plaza por si acaso nos poníamos románticos. Mi madre me decía que tuviera cuidado ya que podía ser un violador o algo peor. Nunca escucho los consejos de mi mamá, nunca tiene razón. Al llegar el día del encuentro, estaba muy preocupada por gustarle, por no ponerme nerviosa ni hacer algo que pudiera estropear la cita.
Nunca había tenido una cita casi a ciegas. Llegué al lugar del encuentro como con treinta minutos de adelanto, esperé pacientemente y justo a las 19:30 apareció delante de mí aquel tipo alto y bien vestido. Nos saludamos nerviosos los dos, me invitó a tomar unas cervezas y conversamos hasta que me dio el primer beso. Mal beso. El segundo fue un poco mejor. Él estaba maravillado con mi presencia, se podía apreciar que detrás de su nickname ególatra escondía a un joven cariñoso y muy sensible (especie difícil de encontrar hoy en día), capaz de valorar mi sensibilidad; me hizo sentir lo más bello aquella tarde que luego pasó a ser noche.
“Mi niña colorina”, me decía acariciando mi cabello. Nos internamos en un ambiente romántico lleno de halagos y bonitas frases, yo lo encontraba demasiado bueno para ser verdad y él a mí, mejor que la foto de mala calidad que le había enviado. Reímos, nos besamos... pero no apasionadamente como me gusta a mí. Comprendí entonces que tal vez no éramos el uno para el otro. Soy una mujer a la que le gusta encender y ser encendida. Nunca lo entendió en aquella cita. Nos hablamos otras veces luego de aquel día, nunca entendí lo que Roberto quería, nunca entendió lo que yo quería: tan solo sentirme como el día del chat o en aquella cita... pero todos los días de mi vida.
Vivir la agonía de no saber si se es querida es más difícil que estar desempleada a los veinticinco años. Nos conocimos por Internet. No acostumbraba a chatear, siempre había tenido la idea de que buscar pareja por Internet sería una estrategia patética y humillante, ¿cómo tan poca capacidad de conquista?. En fin, daba lo mismo, para el caso daba lo mismo. Ingresé a una sala de mi país con un “Nick name” que resultó ser muy atrayente: Colorina. Ese había sido mi apodo desde pequeña, nací con el color de pelo más codiciado entre las mujeres.
A mí me daba lo mismo. Apenas comenzaba a enviar mensajes para poder enganchar con alguien, de pronto apareció una ventana de sub-programa en mi pantalla: “ ‘Simplemente yo’ quiere tener una conversación privada con usted”, me decidí y le contesté el hola inicial. Su primera pregunta fue: ¿eres colorina de verdad o teñida?- pregunta que había tenido que responder durante años-sí – contesté. Fue entonces cuando ‘simplemente yo’ (el nickname más egocéntrico que he conocido en mi vida de cibernauta) me declaró que tenía una debilidad por las colorinas- cosa que había escuchado antes-empezamos a tener una conversación larga y entretenida, fue un enganche instantáneo y desconcertante, ninguno de los dos quería terminar la charla.
Nos dimos cuenta de que habíamos estado durante tres horas contándonos cosas personales y no tanto, nos agregamos los correos y quedamos en escribirnos para juntarnos alguna vez, lo más pronto posible. Pero había un detalle: Fotos. Le envié una que tenía escaneada enseguida. Me pasé toda la noche idealizándome a ‘simplemente yo’, que a propósito se llamaba Roberto, de signo Escorpión y 28 años, casi perfecto; digo casi por que aun no conocía su fisonomía.
Estudiaba algo interesante, era un tipo bueno, de los que cuesta mucho encontrar. Al día siguiente recibí un mail de Roberto, Asunto: Fotos. Al abrir el correo me puse muy ansiosa y nerviosa, no sabía lo que me esperaba: un orejón con verrugas en la nariz o un tipo bien parecido... a un monstruo y en el peor de los casos, un chico de aspecto agradable. Nunca me han gustado los hombres guapos, por lo menos no para relaciones serias y ahora en mi mente quedaba espacio solo para algo así. Me dispuse a ‘descargar archivo adjunto’ y al aparecer en la pantalla de mi PC la hoja de Word en las que venían pegadas las dos fotografías respiré profundamente y boté el aire inhalado para aliviar mi preocupación: Era guapo según mi gusto físico de un prototipo masculino de su edad.
No era el clon de Antonio Banderas, pero era guapo. Leí entonces lo que me había escrito en el correo, decía que yo era muy bella pero la foto no era de tan buena calidad, así que ahora ansiaba aún más conocerme en persona. Justo en esos días pasaba yo por un momento de baja autoestima y me andaba encontrando algo pasada de peso, bueno, luego de tener un hijo cualquiera que no disponga de dinero para gimnasios y personal training, queda un poco más gruesa de como a los dieciséis.
En fin, la idea era juntarnos en el Barrio Brasil, lugar santiaguino repleto de bares y lugares especiales para primeras citas con un desconocido: harta gente, carabineros por todos lados y una plaza por si acaso nos poníamos románticos. Mi madre me decía que tuviera cuidado ya que podía ser un violador o algo peor. Nunca escucho los consejos de mi mamá, nunca tiene razón. Al llegar el día del encuentro, estaba muy preocupada por gustarle, por no ponerme nerviosa ni hacer algo que pudiera estropear la cita.
Nunca había tenido una cita casi a ciegas. Llegué al lugar del encuentro como con treinta minutos de adelanto, esperé pacientemente y justo a las 19:30 apareció delante de mí aquel tipo alto y bien vestido. Nos saludamos nerviosos los dos, me invitó a tomar unas cervezas y conversamos hasta que me dio el primer beso. Mal beso. El segundo fue un poco mejor. Él estaba maravillado con mi presencia, se podía apreciar que detrás de su nickname ególatra escondía a un joven cariñoso y muy sensible (especie difícil de encontrar hoy en día), capaz de valorar mi sensibilidad; me hizo sentir lo más bello aquella tarde que luego pasó a ser noche.
“Mi niña colorina”, me decía acariciando mi cabello. Nos internamos en un ambiente romántico lleno de halagos y bonitas frases, yo lo encontraba demasiado bueno para ser verdad y él a mí, mejor que la foto de mala calidad que le había enviado. Reímos, nos besamos... pero no apasionadamente como me gusta a mí. Comprendí entonces que tal vez no éramos el uno para el otro. Soy una mujer a la que le gusta encender y ser encendida. Nunca lo entendió en aquella cita. Nos hablamos otras veces luego de aquel día, nunca entendí lo que Roberto quería, nunca entendió lo que yo quería: tan solo sentirme como el día del chat o en aquella cita... pero todos los días de mi vida.
Saturday, April 17, 2010
En la peluquería
Llegó a la peluquería como todos los martes, a las 10 de la mañana.
El chofer sabía que debía esperarla 30 minutos y si ella no volvía a salir, regresaría a la casa a esperar su llamada, indicándole dónde debía ir a buscarla.
Sólo dos de sus amigas habían llegado antes, y ya estaban cómodamente sentadas, conversando y tomando un café. Las demás llegarían un poco más tarde, pero raramente faltaban a la cita semanal.
Se ubicó en el sillón habitual, pidió un té con edulcorante y comenzó a recorrer el salón con la mirada.
De pronto, sus ojos se detuvieron en una imagen. El joven estaba de pie en el fondo del salón, y su rostro se multiplicaba en los cientos de espejos que cubrían las paredes.
- Es Pablo, el nuevo asistente. Le informó la joven que traía los pedidos del bar, al advertir la pregunta en su mirada.
Pablo, siempre le había gustado ese nombre.
El muchacho estaba ocupado ordenando unas tijeras, concentrado, aparentemente ajeno a las emociones que provocaba en las clientas con su espalda ancha y la melena rubia, cayendo en mechones desordenados sobre la frente bronceada.
A su alrededor, sus amigas seguían hablando, contándose los últimos escándalos de la temporada: un divorcio, un casamiento y dos nuevos amantes eran el resumen de las tres primeras semanas del año. Ella sólo asentía, sin hablar, pero sus ojos continuaban fijos en el espejo, mejor dicho, en la imagen reflejada en el espejo.
Ahora él estaba junto a una de las peinadoras, recibiendo instrucciones. Sus manos se movían un poco torpes, entre peines y ruleros, y sonreía con ese aire confiado que tienen los jóvenes al saberse atractivos.
En ese momento cerró los ojos y se transportó en el espacio y el tiempo. Volvía a ser una muchacha enamorada, corriendo por la playa de la mano de su amante. El reía y la abrazaba. Las imágenes se mezclaban en su mente y de pronto aparecía esta otra melena rubia cayendo en mechones desordenados sobre la frente…
La despertó la presión de unos dedos firmes en su cabeza, abrió los ojos y lo vio allí, parado detrás de ella, listo para comenzar la rutina : lavado, crema y masajes capilares.
Dejó caer la cabeza hacia atrás y volvió a cerrar los ojos, disfrutando del contacto de esas manos fuertes y suaves al mismo tiempo, imaginando caricias en lo que sólo eran movimientos de rutina, mientras el muchacho frotaba shampoo en su cabello.
El estaba contándole que había llegado a la ciudad hacía dos meses, buscando trabajo, y que decidió aprender peluquería para tener un oficio y conocer gente.
- Usted sabe, es el trabajo ideal para alguien como yo. Le dijo con una sonrisa cómplice.
Ella sólo escuchaba, relajada, mientras un ligero cosquilleo recorría su cuerpo, bajando por su espalda hasta la punta de los dedos. El agua tibia resbalaba por su cuello, mientras él le pasaba suavemente las manos por la frente.
¿Cuántos años tendría? No más de veinte pensó, y decidió preguntarle.
El, divertido, contestó que tenía veintitrés.
Casi la edad de su hijo, recordó, pero rechazó la idea inmediatamente. No debía pensar en eso ahora, él era diferente. Inconscientemente escondió sus manos en las amplias mangas de la bata, para disimular las huellas que delataban sus cuarenta y siete.
Ahora el muchacho estaba envolviéndole la cabeza con una toalla blanca. En ese momento abrió los ojos y vio que la miraba en el espejo. Ella le sostuvo la mirada, entre divertida y desafiante, y él sonrió tímidamente.
- Sus ojos - dijo buscando una excusa – me recuerdan a alguien que conozco.
- ¿Alguien querido? Preguntó ella, casi sin pensarlo.
- Sí, mucho. Fue la breve respuesta.
En ese momento llegó la peinadora, y él se quedó allí, parado, asistiéndola. Cada tanto lo descubría, mirándola de reojo en el espejo. Ella estaba sentada con su espalda erguida, las largas piernas cruzadas y una mano acariciándose el mentón, estudiando su rostro cuidadosamente. Aún se sentía atractiva, pero ¿ cómo la verían esos ojos tan jóvenes ?.
El volvió a mirarla, y ella no pudo evitar sonrojarse al descubrir que un botón de su blusa se había desabrochado descuidadamente. Estaba acostumbrada al juego de la seducción, “al mírame y no me toques”. Pero esta vez, esta vez era diferente, algo en su forma de mirarla, en su sonrisa, en sus manos, habían despertado en su cuerpo un ansia que creía perdida para siempre.
El resto de la semana no logró concentrarse en nada. Su esposo estaba en sus habituales viajes de negocios, y su hijo, desde que tenía nueva pareja, pasaba muy poco tiempo en la casa. Esta vez, encontró que la soledad era buena. Así podía soñar despierta, imaginando qué pasaría la próxima vez que lo viera. Estaba decidida a invitarle un café, y después, después vería. La semana se le hizo eterna. A medida que se acercaba el martes estaba cada vez más nerviosa, con las mismas cosquillas en el estómago que había sentido a los 15 años, cuando se escapaba del colegio para encontrarse con su novio, a escondidas.
El martes se levantó temprano, casi no había dormido en toda la noche. Le avisó al chofer que no sacara el auto. Había decidido ir caminando a la peluquería, eran un poco más de 15 cuadras, pero necesitaba descargar de algún modo la ansiedad que estaba acumulada en su cuerpo. Al doblar una esquina, poco antes de llegar, se encontró repentinamente con su hijo. El, un poco confundido al verla caminando por allí, la saludó con un beso y, juntando coraje, le dijo :
- Mamá, te presento a Pablo, mi pareja, él trabaja en una peluquería, acá cerca.
Liliana "La Palabra que Crea"
El chofer sabía que debía esperarla 30 minutos y si ella no volvía a salir, regresaría a la casa a esperar su llamada, indicándole dónde debía ir a buscarla.
Sólo dos de sus amigas habían llegado antes, y ya estaban cómodamente sentadas, conversando y tomando un café. Las demás llegarían un poco más tarde, pero raramente faltaban a la cita semanal.
Se ubicó en el sillón habitual, pidió un té con edulcorante y comenzó a recorrer el salón con la mirada.
De pronto, sus ojos se detuvieron en una imagen. El joven estaba de pie en el fondo del salón, y su rostro se multiplicaba en los cientos de espejos que cubrían las paredes.
- Es Pablo, el nuevo asistente. Le informó la joven que traía los pedidos del bar, al advertir la pregunta en su mirada.
Pablo, siempre le había gustado ese nombre.
El muchacho estaba ocupado ordenando unas tijeras, concentrado, aparentemente ajeno a las emociones que provocaba en las clientas con su espalda ancha y la melena rubia, cayendo en mechones desordenados sobre la frente bronceada.
A su alrededor, sus amigas seguían hablando, contándose los últimos escándalos de la temporada: un divorcio, un casamiento y dos nuevos amantes eran el resumen de las tres primeras semanas del año. Ella sólo asentía, sin hablar, pero sus ojos continuaban fijos en el espejo, mejor dicho, en la imagen reflejada en el espejo.
Ahora él estaba junto a una de las peinadoras, recibiendo instrucciones. Sus manos se movían un poco torpes, entre peines y ruleros, y sonreía con ese aire confiado que tienen los jóvenes al saberse atractivos.
En ese momento cerró los ojos y se transportó en el espacio y el tiempo. Volvía a ser una muchacha enamorada, corriendo por la playa de la mano de su amante. El reía y la abrazaba. Las imágenes se mezclaban en su mente y de pronto aparecía esta otra melena rubia cayendo en mechones desordenados sobre la frente…
La despertó la presión de unos dedos firmes en su cabeza, abrió los ojos y lo vio allí, parado detrás de ella, listo para comenzar la rutina : lavado, crema y masajes capilares.
Dejó caer la cabeza hacia atrás y volvió a cerrar los ojos, disfrutando del contacto de esas manos fuertes y suaves al mismo tiempo, imaginando caricias en lo que sólo eran movimientos de rutina, mientras el muchacho frotaba shampoo en su cabello.
El estaba contándole que había llegado a la ciudad hacía dos meses, buscando trabajo, y que decidió aprender peluquería para tener un oficio y conocer gente.
- Usted sabe, es el trabajo ideal para alguien como yo. Le dijo con una sonrisa cómplice.
Ella sólo escuchaba, relajada, mientras un ligero cosquilleo recorría su cuerpo, bajando por su espalda hasta la punta de los dedos. El agua tibia resbalaba por su cuello, mientras él le pasaba suavemente las manos por la frente.
¿Cuántos años tendría? No más de veinte pensó, y decidió preguntarle.
El, divertido, contestó que tenía veintitrés.
Casi la edad de su hijo, recordó, pero rechazó la idea inmediatamente. No debía pensar en eso ahora, él era diferente. Inconscientemente escondió sus manos en las amplias mangas de la bata, para disimular las huellas que delataban sus cuarenta y siete.
Ahora el muchacho estaba envolviéndole la cabeza con una toalla blanca. En ese momento abrió los ojos y vio que la miraba en el espejo. Ella le sostuvo la mirada, entre divertida y desafiante, y él sonrió tímidamente.
- Sus ojos - dijo buscando una excusa – me recuerdan a alguien que conozco.
- ¿Alguien querido? Preguntó ella, casi sin pensarlo.
- Sí, mucho. Fue la breve respuesta.
En ese momento llegó la peinadora, y él se quedó allí, parado, asistiéndola. Cada tanto lo descubría, mirándola de reojo en el espejo. Ella estaba sentada con su espalda erguida, las largas piernas cruzadas y una mano acariciándose el mentón, estudiando su rostro cuidadosamente. Aún se sentía atractiva, pero ¿ cómo la verían esos ojos tan jóvenes ?.
El volvió a mirarla, y ella no pudo evitar sonrojarse al descubrir que un botón de su blusa se había desabrochado descuidadamente. Estaba acostumbrada al juego de la seducción, “al mírame y no me toques”. Pero esta vez, esta vez era diferente, algo en su forma de mirarla, en su sonrisa, en sus manos, habían despertado en su cuerpo un ansia que creía perdida para siempre.
El resto de la semana no logró concentrarse en nada. Su esposo estaba en sus habituales viajes de negocios, y su hijo, desde que tenía nueva pareja, pasaba muy poco tiempo en la casa. Esta vez, encontró que la soledad era buena. Así podía soñar despierta, imaginando qué pasaría la próxima vez que lo viera. Estaba decidida a invitarle un café, y después, después vería. La semana se le hizo eterna. A medida que se acercaba el martes estaba cada vez más nerviosa, con las mismas cosquillas en el estómago que había sentido a los 15 años, cuando se escapaba del colegio para encontrarse con su novio, a escondidas.
El martes se levantó temprano, casi no había dormido en toda la noche. Le avisó al chofer que no sacara el auto. Había decidido ir caminando a la peluquería, eran un poco más de 15 cuadras, pero necesitaba descargar de algún modo la ansiedad que estaba acumulada en su cuerpo. Al doblar una esquina, poco antes de llegar, se encontró repentinamente con su hijo. El, un poco confundido al verla caminando por allí, la saludó con un beso y, juntando coraje, le dijo :
- Mamá, te presento a Pablo, mi pareja, él trabaja en una peluquería, acá cerca.
Liliana "La Palabra que Crea"
Thursday, April 8, 2010
Ladrón de sábado
Gabriel García Márquez
Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin
embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: «¿Por qué irse tan pronto,si se está tan bien aquí?» Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido -lo sabe porque los ha espiado- no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche.
El ladrón no lo piensa mucho: se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir.
Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo.
Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta.
Hugo es su gran admirador y mientras escuchan al gran Benny cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimar- la ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento.
Sin embargo, ha habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres.
A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante
atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad.
En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone nervioso pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo.
Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba. Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los
observa, aplaude y, finalmente se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala.
Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza.
Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece.
Hugo, un ladrón que sólo roba los fines de semana, entra en una casa un sábado por la noche. Ana, la dueña, una treintañera guapa e insomne empedernida, lo descubre in fraganti. Amenazada con la pistola, la mujer le entrega todas las joyas y cosas de valor, y le pide que no se acerque a Pauli, su niña de tres años. Sin
embargo, la niña lo ve, y él la conquista con algunos trucos de magia. Hugo piensa: «¿Por qué irse tan pronto,si se está tan bien aquí?» Podría quedarse todo el fin de semana y gozar plenamente la situación, pues el marido -lo sabe porque los ha espiado- no regresa de su viaje de negocios hasta el domingo en la noche.
El ladrón no lo piensa mucho: se pone los pantalones del señor de la casa y le pide a Ana que cocine para él, que saque el vino y que ponga algo de música para cenar, porque sin música no puede vivir.
Ana, preocupada por Pauli, mientras prepara la cena se le ocurre algo para sacar al tipo de su casa. Pero no puede hacer gran cosa porque Hugo cortó los cables del teléfono, la casa está muy alejada, es de noche y nadie va a llegar. Ana decide poner una pastilla para dormir en la copa de Hugo.
Durante la cena, el ladrón, que entre semana es velador de un banco, descubre que Ana es la conductora de su programa favorito de radio, el programa de música popular que oye todas las noches, sin falta.
Hugo es su gran admirador y mientras escuchan al gran Benny cantando Cómo fue en un casete, hablan sobre música y músicos. Ana se arrepiente de dormirlo pues Hugo se comporta tranquilamente y no tiene intenciones de lastimar- la ni violentarla, pero ya es tarde porque el somnífero ya está en la copa y el ladrón la bebe toda muy contento.
Sin embargo, ha habido una equivocación, y quien ha tomado la copa con la pastilla es ella. Ana se queda dormida en un dos por tres.
A la mañana siguiente Ana despierta completamente vestida y muy bien tapada con una cobija, en su recámara. En el jardín, Hugo y Pauli juegan, ya que han terminado de hacer el desayuno. Ana se sorprende de lo bien que se llevan. Además, le encanta cómo cocina ese ladrón que, a fin de cuentas, es bastante
atractivo. Ana empieza a sentir una extraña felicidad.
En esos momentos una amiga pasa para invitarla a comer. Hugo se pone nervioso pero Ana inventa que la niña está enferma y la despide de inmediato. Así los tres se quedan juntitos en casa a disfrutar del domingo.
Hugo repara las ventanas y el teléfono que descompuso la noche anterior, mientras silba. Ana se entera de que él baila muy bien el danzón, baile que a ella le encanta pero que nunca puede practicar con nadie. Él le propone que bailen una pieza y se acoplan de tal manera que bailan hasta ya entrada la tarde. Pauli los
observa, aplaude y, finalmente se queda dormida. Rendidos, terminan tirados en un sillón de la sala.
Para entonces ya se les fue el santo al cielo, pues es hora de que el marido regrese. Aunque Ana se resiste, Hugo le devuelve casi todo lo que había robado, le da algunos consejos para que no se metan en su casa los ladrones, y se despide de las dos mujeres con no poca tristeza.
Ana lo mira alejarse. Hugo está por desaparecer y ella lo llama a voces. Cuando regresa le dice, mirándole muy fijo a los ojos, que el próximo fin de semana su esposo va a volver a salir de viaje. El ladrón de sábado se va feliz, bailando por las calles del barrio, mientras anochece.
Monday, April 5, 2010
EL ADIOS DE LA SUEGRA
Francisco Escate ( Perú)
Raquel, me contó sobre el horrible episodio que tuvo que vivir tras el fallecimiento de su suegra.Hace ya unos años ella y su marido tuvieron que mudarse con la anciana para cuidarla debido a su avanzada edad; Raquel y ella nunca se habian llevado bien del todo pero el vivir juntas se volvió insoportable, la anciana criticaba cada cosa que Raquel hacía o dejaba de hacer; La forma en que vestía, como se peinaba, como limpiaba, si hablaba esto o aquello...todo. La anciana al parecer disfrutaba persiguiendo y martirizando a Raquel a cada instante, hasta el punto en que mi amiga empezó a desear de una vez por todas que su suegra salga de sus vidas.
Y la vieja se murió, fue una conmoción para toda la familia, el esposo de Raquel se deprimió muchísimo, y ella, a pesar de su natural alivio, tuvo que hacerse cargo de las pompas fúnebres; aunque en realidad, muy en el fondo, Raquel se sentía mal porque nunca pudo llevarse bien con la anciana.
Como dos semanas después del velorio comenzaron a pasar extrañas cosas en la casa, Raquel sentía la presencia de la anciana por todos lados, llegó hasta a escuchar sus pasos en las habitaciones continuas y su tos rasposa en el baño cuando no había nadie más que ella misma en toda la casa. Una noche, mientras dormía, Raquel sintió la mirada de alguien al pie de la cama, de pronto sintió una gran presión sobre todo su cuerpo que no la dejaba mover ni un músculo, y sobre su cabeza sintió la huesuda mano de su suegra acariciando su cabello. Raquel quería gritar pero su voz no salía, quería girar la cabeza para ver a su esposo pero todo su cuerpo estaba inerte bajo una sombra negra que no podía ser otra más que la de la anciana, hasta que al fin la sombra desapareció.
Esto pasó una y otra vez durante semanas, cada dos o tres noches, Raquel sufría esta horrible experiencia, y no sabía si era real o solo una pesadilla, ¿Su suegra venía justo a ella y acariciaba su cabello? su esposo no le creía, y nadie podía ayudarla, hasta que alguien le aconsejó que lo que tenía que hacer era relajarse y enfrentar a su suegra, si se relajaba lo suficiente podría moverse y averiguar porqué había vuelto, qué quería decirle.
Al principio Raquel pensó que sería imposible, sin embargo decidió intentarlo para volver a conciliar el sueño, Así cuando esa noche Raquel sintió esa gran presión sobre su cuerpo, en vez de desesperarse relajó sus músculos y su respiración, abrió los ojos y vio la oscura sombra de su suegra sobre ella acariciando su cabello y presionando todo su cuerpo... Raquel, presa del miedo pero decidida, abrió los labios y susurró lo más alto que pudo -¿Qué es lo que quieres decirme?-
Su suegra sin soltar su cabello acercó su espectral cara al rostro de Raquel y suavemente, susurró a su oído...
-Ese tinte no te queda...-
¡La vieja maldita había vuelto del infierno para criticarle el tinte!; Yo jamás me creí esa historia pero sé que Raquel nunca más sintió la presencia de su suegra en la casa aunque ahora usa su color natural de cabello.
Raquel, me contó sobre el horrible episodio que tuvo que vivir tras el fallecimiento de su suegra.Hace ya unos años ella y su marido tuvieron que mudarse con la anciana para cuidarla debido a su avanzada edad; Raquel y ella nunca se habian llevado bien del todo pero el vivir juntas se volvió insoportable, la anciana criticaba cada cosa que Raquel hacía o dejaba de hacer; La forma en que vestía, como se peinaba, como limpiaba, si hablaba esto o aquello...todo. La anciana al parecer disfrutaba persiguiendo y martirizando a Raquel a cada instante, hasta el punto en que mi amiga empezó a desear de una vez por todas que su suegra salga de sus vidas.
Y la vieja se murió, fue una conmoción para toda la familia, el esposo de Raquel se deprimió muchísimo, y ella, a pesar de su natural alivio, tuvo que hacerse cargo de las pompas fúnebres; aunque en realidad, muy en el fondo, Raquel se sentía mal porque nunca pudo llevarse bien con la anciana.
Como dos semanas después del velorio comenzaron a pasar extrañas cosas en la casa, Raquel sentía la presencia de la anciana por todos lados, llegó hasta a escuchar sus pasos en las habitaciones continuas y su tos rasposa en el baño cuando no había nadie más que ella misma en toda la casa. Una noche, mientras dormía, Raquel sintió la mirada de alguien al pie de la cama, de pronto sintió una gran presión sobre todo su cuerpo que no la dejaba mover ni un músculo, y sobre su cabeza sintió la huesuda mano de su suegra acariciando su cabello. Raquel quería gritar pero su voz no salía, quería girar la cabeza para ver a su esposo pero todo su cuerpo estaba inerte bajo una sombra negra que no podía ser otra más que la de la anciana, hasta que al fin la sombra desapareció.
Esto pasó una y otra vez durante semanas, cada dos o tres noches, Raquel sufría esta horrible experiencia, y no sabía si era real o solo una pesadilla, ¿Su suegra venía justo a ella y acariciaba su cabello? su esposo no le creía, y nadie podía ayudarla, hasta que alguien le aconsejó que lo que tenía que hacer era relajarse y enfrentar a su suegra, si se relajaba lo suficiente podría moverse y averiguar porqué había vuelto, qué quería decirle.
Al principio Raquel pensó que sería imposible, sin embargo decidió intentarlo para volver a conciliar el sueño, Así cuando esa noche Raquel sintió esa gran presión sobre su cuerpo, en vez de desesperarse relajó sus músculos y su respiración, abrió los ojos y vio la oscura sombra de su suegra sobre ella acariciando su cabello y presionando todo su cuerpo... Raquel, presa del miedo pero decidida, abrió los labios y susurró lo más alto que pudo -¿Qué es lo que quieres decirme?-
Su suegra sin soltar su cabello acercó su espectral cara al rostro de Raquel y suavemente, susurró a su oído...
-Ese tinte no te queda...-
¡La vieja maldita había vuelto del infierno para criticarle el tinte!; Yo jamás me creí esa historia pero sé que Raquel nunca más sintió la presencia de su suegra en la casa aunque ahora usa su color natural de cabello.
Friday, April 2, 2010
Sentido pésame
Autor: Luis A. Castro, Perú
La fidelidad en el amor es el compromiso voluntario de dos personas que aceptan amarse y respetarse. Los novios prometen ser fieles, los esposos juran una fidelidad eterna. Y la fidelidad es la base de un hogar feliz.
Para ser fiel a su pareja es necesario alejarse de muchas tentaciones y tener siempre presente esa promesa de amor. Olvidarse de ese compromiso es en otras palabras ser infiel, involucrar sus sentimientos con otra pareja; optar por un deseo interno de cambio, aceptar una tentación, una curiosidad sexual que generalmente conlleva a una aventura .
Y las tentaciones siempre están cerca. En la calle, en la oficina, en el tren, en una fiesta...por donde vaya las tentaciones están ahí. Datos estadísticos confirman que los hombres en un 39 % han sido infieles alguna vez en la vida, y el 23 % de las mujeres, especialmente jóvenes han faltan a su compromiso.
La infidelidad de Carliño es un ejemplo típico. Su caso se convirtió en una noticia pintoresca que circuló en todo el mundo y fue motivo de comentarios de variada índole. Carliño, un cincuentón ejecutivo y casado por muchos años, envió a su amante una docena de flores rojas y un peluche utilizando los servicios de una compañía. El galán enamorado usó el teléfono para coordinar los detalles, gastó cien dólares y se ufanó en extremo cuando recibió un mensaje con la confirmación.
Meses más adelante llegó a casa de Carliño un documento de publicidad de la florería, ofreciendo un especial descuento del veinte por ciento al cliente preferido. Quien recibió esa publicidad fue nada menos que la esposa, que muy sorprendida decidió investigar. Las señales de alarma se encendieron.
“Flores,mi esposo nunca me ha regalado flores”, dijo socarrona María Paula que en el acto llamó por teléfono a la florería. Habló con una empleada y con absoluta naturalidad pidió detalles del servicio anterior.
- “Gracias por el descuento que nos darán en el futuro. En los siguientes días vamos a llamarlos para un nuevo servicio, pero por favor necesito una copia de la factura anterior que hemos extraviado”, expresó la esposa a la empleada de la florería.
Días después las sospechas se confirmaron .La empresa entregó la copia del recibo y adjunta una copia del texto que el marido infiel ordenó para enviar a la amante. “Quiero decirte que te amo y que significas mucho para mí”. María Paula sufrió un soponcio, se recuperó lentamente y planificó un demoledor ataque.
Con las pruebas suficientes del adulterio a la esposa no le tembló el pulso para firmar el alegato del divorcio y Carliño, que va a perder su estabilidad hogareña y algunos millones de su cuenta bancaria acaba de demandar a la florería porque supuestamente pidió un servicio con total discreción.
Pero esa privacidad que reclama no la tomó en cuenta en los días previos porque su esposa ya había evidenciado en él cambios en su deseo sexual, la renovación abrupta de su vestuario, su actitud de probarse una y otra vez prendas diferentes frente al espejo y la utilización de perfumes renovados. Estaba con aires juveniles.
Esta mañana Carliño recibió en su oficina que ahora funge de dormitorio también, unas rosas fúnebres.”Sentido pésame” reza la tarjeta que acompaña al arreglo floral. De esta forma su abogado ratifica que perdió soga y cabra.
La fidelidad en el amor es el compromiso voluntario de dos personas que aceptan amarse y respetarse. Los novios prometen ser fieles, los esposos juran una fidelidad eterna. Y la fidelidad es la base de un hogar feliz.
Para ser fiel a su pareja es necesario alejarse de muchas tentaciones y tener siempre presente esa promesa de amor. Olvidarse de ese compromiso es en otras palabras ser infiel, involucrar sus sentimientos con otra pareja; optar por un deseo interno de cambio, aceptar una tentación, una curiosidad sexual que generalmente conlleva a una aventura .
Y las tentaciones siempre están cerca. En la calle, en la oficina, en el tren, en una fiesta...por donde vaya las tentaciones están ahí. Datos estadísticos confirman que los hombres en un 39 % han sido infieles alguna vez en la vida, y el 23 % de las mujeres, especialmente jóvenes han faltan a su compromiso.
La infidelidad de Carliño es un ejemplo típico. Su caso se convirtió en una noticia pintoresca que circuló en todo el mundo y fue motivo de comentarios de variada índole. Carliño, un cincuentón ejecutivo y casado por muchos años, envió a su amante una docena de flores rojas y un peluche utilizando los servicios de una compañía. El galán enamorado usó el teléfono para coordinar los detalles, gastó cien dólares y se ufanó en extremo cuando recibió un mensaje con la confirmación.
Meses más adelante llegó a casa de Carliño un documento de publicidad de la florería, ofreciendo un especial descuento del veinte por ciento al cliente preferido. Quien recibió esa publicidad fue nada menos que la esposa, que muy sorprendida decidió investigar. Las señales de alarma se encendieron.
“Flores,mi esposo nunca me ha regalado flores”, dijo socarrona María Paula que en el acto llamó por teléfono a la florería. Habló con una empleada y con absoluta naturalidad pidió detalles del servicio anterior.
- “Gracias por el descuento que nos darán en el futuro. En los siguientes días vamos a llamarlos para un nuevo servicio, pero por favor necesito una copia de la factura anterior que hemos extraviado”, expresó la esposa a la empleada de la florería.
Días después las sospechas se confirmaron .La empresa entregó la copia del recibo y adjunta una copia del texto que el marido infiel ordenó para enviar a la amante. “Quiero decirte que te amo y que significas mucho para mí”. María Paula sufrió un soponcio, se recuperó lentamente y planificó un demoledor ataque.
Con las pruebas suficientes del adulterio a la esposa no le tembló el pulso para firmar el alegato del divorcio y Carliño, que va a perder su estabilidad hogareña y algunos millones de su cuenta bancaria acaba de demandar a la florería porque supuestamente pidió un servicio con total discreción.
Pero esa privacidad que reclama no la tomó en cuenta en los días previos porque su esposa ya había evidenciado en él cambios en su deseo sexual, la renovación abrupta de su vestuario, su actitud de probarse una y otra vez prendas diferentes frente al espejo y la utilización de perfumes renovados. Estaba con aires juveniles.
Esta mañana Carliño recibió en su oficina que ahora funge de dormitorio también, unas rosas fúnebres.”Sentido pésame” reza la tarjeta que acompaña al arreglo floral. De esta forma su abogado ratifica que perdió soga y cabra.
Thursday, April 1, 2010
Instrucciones para dar cuerda al reloj
Autor :Julio Cortázar
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una
cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas
muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de
rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y
pasearás contigo.
Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca.
Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda
para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las
vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa.
Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
Piensa en esto: cuando te regalan un reloj te regalan un pequeño infierno florido, una
cadena de rosas, un calabozo de aire. No te dan solamente el reloj, que los cumplas
muy felices y esperamos que te dure porque es de buena marca, suizo con áncora de
rubíes; no te regalan solamente ese menudo picapedrero que te atarás a la muñeca y
pasearás contigo.
Te regalan -no lo saben, lo terrible es que no lo saben-, te regalan un nuevo pedazo frágil y precario de ti mismo, algo que es tuyo pero no es tu cuerpo, que hay que atar a tu cuerpo con su correa como un bracito desesperado colgándose de tu muñeca.
Te regalan la necesidad de darle cuerda todos los días, la obligación de darle cuerda
para que siga siendo un reloj; te regalan la obsesión de atender a la hora exacta en las
vitrinas de las joyerías, en el anuncio por la radio, en el servicio telefónico. Te regalan el miedo de perderlo, de que te lo roben, de que se te caiga al suelo y se rompa.
Te regalan su marca, y la seguridad de que es una marca mejor que las otras, te regalan la tendencia de comparar tu reloj con los demás relojes. No te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.
Wednesday, March 31, 2010
LENÍN DESCIENDE A LOS INFIERNOS, Paulo Coelho
Después de hacer la Revolución Rusa, de terminar con las diferencias de clases sociales, y dedicar su vida entera al comunismo, Lenin finalmente murió. Por ateo y por haber perseguido a los religiosos, termina siendo condenado al infierno.
Al llegar allí, descubre que la situación es peor que en la Tierra: los condenados son sometidos a sufrimientos increíbles, no hay alimentos para todos, los demonios están desorganizados, Satanás se comporta como un rey absoluto -sin ningún respeto por sus empleados o por las almas castigadas que sufren el suplicio eterno.
Lenin, indignado, se rebela contra la situación: organiza marchas, hace protestas, crea sindicatos para los diablos descontentos, promueve rebeliones. En poco tiempo, el infierno está patas para arriba: nadie respeta más la autoridad de Satanás, los demonios piden aumento de salarios, las sesiones de suplicio no se llevan a cabo, los encargados de mantener encendidas las hogueras hacen huelga.
Satanás ya no sabe qué hacer: ¿cómo va a seguir funcionando su reino, si ese rebelde está subvirtiendo todas las leyes? Intenta encontrarse con él, pero Lenin, alegando que él no habla con opresores, le envía un recado a través de un comité popular, diciendo que no reconoce la autoridad del Jefe Supremo.
Desesperado, Satanás va al cielo a conversar con San Pedro.
-¿Se acuerdan ustedes de ese sujeto que hizo la revolución rusa? -dijo Satanás.
-Lo recordamos muy bien -respondió San Pedro. -Comunista. Odiaba la religión.
-Es un buen hombre -insiste Satanás. -Aunque tenga sus pecados, no merece el infierno; ¡al final, trató de luchar por un mundo más justo! En mi opinión, él tendría que estar en el cielo.
San Pedro reflexionó unos momentos.
-Me parece que tiene usted razón -dijo finalmente. -Todos tenemos nuestros pecados, y yo mismo llegué a negar a Cristo tres veces. Mándelo para acá.
Loco de contento, Satanás vuelve a su casa, y envía a Lenin directamente al cielo. En seguida, con mano de hierro y alguna violencia, termina con los sindicatos de demonios, disuelve el comité de almas descontentas, prohíbe las asambleas y las manifestaciones de condenados.
El infierno vuelve a ser el famoso lugar de tormentos que siempre atemorizó a los hombres. Loco de alegría, Satanás se pone a imaginar lo que debe estar ocurriendo en el cielo.
"¡En cualquier momento aparece San Pedro golpeando la puerta, pidiendo que Lenin regrese!" -rió para sus adentros. "¡Ese comunista debe haber transformado el paraíso en un lugar insoportable!"
Pasa el primer mes, pasa un año entero, y ninguna noticia del cielo. Muerto de curiosidad, Satanás decide ir hasta allá para ver qué está sucediendo.
Encuentra a San Pedro en la puerta del paraíso.
-¿Y cómo van las cosas por aquí? -pregunta.
-Muy bien -responde San Pedro.
-¿Pero está todo en orden?
-¡Claro! ¿Por qué no habría de estarlo?
"Este tipo debe estar fingiendo", piensa Satanás. "Va a querer mandarme a Lenin de vuelta".
-Escucha, San Pedro, ¿ese comunista que te mandé, se ha portado bien?
-¡Muy bien!
-¿No hubo anarquía?
-Por el contrario. Los ángeles son más libres que nunca, las almas hacen lo que les viene en gana, los santos pueden entrar y salir sin marcar horario.
-Y Dios, ¿no protesta por este exceso de libertad?
San Pedro mira, con un poco de lástima, al pobre diablo que tiene delante.
-¿Dios? Camarada, ¡Dios no existe!
Al llegar allí, descubre que la situación es peor que en la Tierra: los condenados son sometidos a sufrimientos increíbles, no hay alimentos para todos, los demonios están desorganizados, Satanás se comporta como un rey absoluto -sin ningún respeto por sus empleados o por las almas castigadas que sufren el suplicio eterno.
Lenin, indignado, se rebela contra la situación: organiza marchas, hace protestas, crea sindicatos para los diablos descontentos, promueve rebeliones. En poco tiempo, el infierno está patas para arriba: nadie respeta más la autoridad de Satanás, los demonios piden aumento de salarios, las sesiones de suplicio no se llevan a cabo, los encargados de mantener encendidas las hogueras hacen huelga.
Satanás ya no sabe qué hacer: ¿cómo va a seguir funcionando su reino, si ese rebelde está subvirtiendo todas las leyes? Intenta encontrarse con él, pero Lenin, alegando que él no habla con opresores, le envía un recado a través de un comité popular, diciendo que no reconoce la autoridad del Jefe Supremo.
Desesperado, Satanás va al cielo a conversar con San Pedro.
-¿Se acuerdan ustedes de ese sujeto que hizo la revolución rusa? -dijo Satanás.
-Lo recordamos muy bien -respondió San Pedro. -Comunista. Odiaba la religión.
-Es un buen hombre -insiste Satanás. -Aunque tenga sus pecados, no merece el infierno; ¡al final, trató de luchar por un mundo más justo! En mi opinión, él tendría que estar en el cielo.
San Pedro reflexionó unos momentos.
-Me parece que tiene usted razón -dijo finalmente. -Todos tenemos nuestros pecados, y yo mismo llegué a negar a Cristo tres veces. Mándelo para acá.
Loco de contento, Satanás vuelve a su casa, y envía a Lenin directamente al cielo. En seguida, con mano de hierro y alguna violencia, termina con los sindicatos de demonios, disuelve el comité de almas descontentas, prohíbe las asambleas y las manifestaciones de condenados.
El infierno vuelve a ser el famoso lugar de tormentos que siempre atemorizó a los hombres. Loco de alegría, Satanás se pone a imaginar lo que debe estar ocurriendo en el cielo.
"¡En cualquier momento aparece San Pedro golpeando la puerta, pidiendo que Lenin regrese!" -rió para sus adentros. "¡Ese comunista debe haber transformado el paraíso en un lugar insoportable!"
Pasa el primer mes, pasa un año entero, y ninguna noticia del cielo. Muerto de curiosidad, Satanás decide ir hasta allá para ver qué está sucediendo.
Encuentra a San Pedro en la puerta del paraíso.
-¿Y cómo van las cosas por aquí? -pregunta.
-Muy bien -responde San Pedro.
-¿Pero está todo en orden?
-¡Claro! ¿Por qué no habría de estarlo?
"Este tipo debe estar fingiendo", piensa Satanás. "Va a querer mandarme a Lenin de vuelta".
-Escucha, San Pedro, ¿ese comunista que te mandé, se ha portado bien?
-¡Muy bien!
-¿No hubo anarquía?
-Por el contrario. Los ángeles son más libres que nunca, las almas hacen lo que les viene en gana, los santos pueden entrar y salir sin marcar horario.
-Y Dios, ¿no protesta por este exceso de libertad?
San Pedro mira, con un poco de lástima, al pobre diablo que tiene delante.
-¿Dios? Camarada, ¡Dios no existe!
HISTORIA VERIDICA, Julio Cortázar
A un señor se le caen al suelo los anteojos, que hacen un ruido terrible al chocar con
las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan
muy caro, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto.
Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido
vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y
adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de
curarse en salud.
Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora.
las baldosas. El señor se agacha afligidísimo porque los cristales de anteojos cuestan
muy caro, pero descubre con asombro que por milagro no se le han roto.
Ahora este señor se siente profundamente agradecido, y comprende que lo ocurrido
vale por una advertencia amistosa, de modo que se encamina a una casa de óptica y
adquiere en seguida un estuche de cuero almohadillado doble protección, a fin de
curarse en salud.
Una hora más tarde se le cae el estuche, y al agacharse sin mayor inquietud descubre que los anteojos se han hecho polvo. A este señor le lleva un rato comprender que los designios de la Providencia son inescrutables, y que en realidad el milagro ha ocurrido ahora.
Friday, March 26, 2010
Conciencia breve
Iván Eguez ,de Ecuador
Esta mañana Claudia y yo salimos, como siempre, rumbo a nuestros empleos en el cochecito que mis padres nos regalaron hace diez años por nuestra boda. A poco sentí un cuerpo extraño junto a los pedales. ¿Una cartera? ¿Un ...?. De golpe recordé que anoche fui a dejar a María a casa y el besito candoroso de siempre en las mejillas se nos corrió, sin pensarlo, a la comisura de los labios, al cuello, a los hombros, a la palanca de cambios, al corset, al asiento reclinable, en fin.
Estás distraído, me dijo Claudia cuando casi me paso el semáforo. Después siguió mascullando algo pero yo ya no la atendía. Me sudaban las manos y sentí que el pie, desesperadamente, quería transmitir el don del tacto a la suela de mi zapato para saber exactamente qué era aquello, para aprehenderlo sin que ella notara nada. Finalmente logré pasar el objeto desde el lado del acelerador hasta el lado del embrague.
Lo empujé hacia la puerta con el ánimo de abrirla en forma sincronizada para botar eso a la calle. Pese a las maromas que hice, me fue imposible. Decidí entonces distraer a Claudia y tomar aquello con la mano para lanzarlo por la ventana. Pero Claudia estaba arrimada a su puerta, prácticamente virada hacia mí.
Comencé a desesperar. Aumenté la velocidad y a poco vi por el retrovisor un carro de la policía. Creí conveniente acelerar para separarme de la patrulla policial pues si veían que eso salía por la ventanilla podían imaginarse cualquier cosa. -¿Por qué corres? Me inquirió Claudia, al tiempo que se acomodaba de frente como quien empieza a presentir un choque.
Vi que la policía quedaba atrás por lo menos con una cuadra. Entonces aprovechando que entrábamos al redondel le dije a Claudia saca la mano que voy a virar a la derecha. Mientras lo hizo, tomé el cuerpo entraño: era un zapato leve, de tirillas azules y taco alto. Sin pensar dos veces lo tiré por la ventanilla. Bordeé ufano el redondel, sentí ganas de gritar, de bajarme para aplaudirme, para festejar mi hazaña, pero me quedé helado viendo en el retrovisor nuevamente a la policía.
Me pareció que se detenían, que recogían el zapato, que me hacían señas. -¿Qué te pasa? me preguntó Claudia con su voz ingenua. -No sé, le dije, esos uniformados son capaces de todo. Pero el patrullero curvó y yo seguí recto hacia el estacionamiento de la empresa donde trabaja Claudia. Atrás de nosotros frenó un taxi haciendo chirriar los neumáticos. Era otra atrasada, una de esas que se terminan de maquillar en el taxi. -Chao amor, me dijo Claudia, mientras con su piececito juguetón buscaba inútilmente su zapato de tirillas azules.
Esta mañana Claudia y yo salimos, como siempre, rumbo a nuestros empleos en el cochecito que mis padres nos regalaron hace diez años por nuestra boda. A poco sentí un cuerpo extraño junto a los pedales. ¿Una cartera? ¿Un ...?. De golpe recordé que anoche fui a dejar a María a casa y el besito candoroso de siempre en las mejillas se nos corrió, sin pensarlo, a la comisura de los labios, al cuello, a los hombros, a la palanca de cambios, al corset, al asiento reclinable, en fin.
Estás distraído, me dijo Claudia cuando casi me paso el semáforo. Después siguió mascullando algo pero yo ya no la atendía. Me sudaban las manos y sentí que el pie, desesperadamente, quería transmitir el don del tacto a la suela de mi zapato para saber exactamente qué era aquello, para aprehenderlo sin que ella notara nada. Finalmente logré pasar el objeto desde el lado del acelerador hasta el lado del embrague.
Lo empujé hacia la puerta con el ánimo de abrirla en forma sincronizada para botar eso a la calle. Pese a las maromas que hice, me fue imposible. Decidí entonces distraer a Claudia y tomar aquello con la mano para lanzarlo por la ventana. Pero Claudia estaba arrimada a su puerta, prácticamente virada hacia mí.
Comencé a desesperar. Aumenté la velocidad y a poco vi por el retrovisor un carro de la policía. Creí conveniente acelerar para separarme de la patrulla policial pues si veían que eso salía por la ventanilla podían imaginarse cualquier cosa. -¿Por qué corres? Me inquirió Claudia, al tiempo que se acomodaba de frente como quien empieza a presentir un choque.
Vi que la policía quedaba atrás por lo menos con una cuadra. Entonces aprovechando que entrábamos al redondel le dije a Claudia saca la mano que voy a virar a la derecha. Mientras lo hizo, tomé el cuerpo entraño: era un zapato leve, de tirillas azules y taco alto. Sin pensar dos veces lo tiré por la ventanilla. Bordeé ufano el redondel, sentí ganas de gritar, de bajarme para aplaudirme, para festejar mi hazaña, pero me quedé helado viendo en el retrovisor nuevamente a la policía.
Me pareció que se detenían, que recogían el zapato, que me hacían señas. -¿Qué te pasa? me preguntó Claudia con su voz ingenua. -No sé, le dije, esos uniformados son capaces de todo. Pero el patrullero curvó y yo seguí recto hacia el estacionamiento de la empresa donde trabaja Claudia. Atrás de nosotros frenó un taxi haciendo chirriar los neumáticos. Era otra atrasada, una de esas que se terminan de maquillar en el taxi. -Chao amor, me dijo Claudia, mientras con su piececito juguetón buscaba inútilmente su zapato de tirillas azules.
LA MOSCA MUERTA
Claudia Lama Andonie – Barranquilla, COLOMBIA
No sé a ciencia cierta por qué razón Ana, la profesora de matemáticas, me tenía tanto fastidio en el séptimo grado y aprovechaba cualquier oportunidad para hacerme más complicado el asunto de estudiar. En alguna clase, mirándome como depredador ansioso de presa, recuerdo vagamente haberla escuchado decir que ella no se confiaba mucho en esas que parecían no matar ni una mosca. Quizá haya allí una pista, un indicio para justificar su inexplicable molestia hacía mí. Vaya a saber de qué recuerdos suyos venía a ser víctima yo, que no era más que una muchachita taciturna, totalmente inofensiva. Tan inofensiva era que resulté, sin proponérmelo, llenando sus expectativas.
Aquella mañana, acabando ya el año escolar, terminé antes que los demás el examen final de matemáticas. No recuerdo sentirme especialmente orgullosa por ello. De todas formas, debía permanecer en mi puesto hasta que Ana anunciara que se había cumplido el tiempo del examen. Totalmente ensimismada, fantaseando inofensivamente con las mil y una posibilidades de camuflar un machete (mi cobardía no me permitía más que fantasear), no me di cuenta que abría y cerraba mi pañuelo blanco, imaginándome, casi babeando, lo excelente que sería para tales fines (de alguna manera debía matar el tiempo). Absorta en mis fabulaciones, me sorprendió Ana con un furioso y aterrador: ¡Abra el pañuelo!
Di un brinco en la silla y enseguida quedé estupefacta. Sospecho que a muchos de mis compañeros les sucedió igual. Se habían roto la concentración, el silencio y el tiempo, para dar paso a una prueba de honestidad.
¡Que abra el pañuelo!, repetía Ana energúmena e impaciente mientras yo me negaba, apretándolo entre mis manos, repitiendo tímidamente: pero, pero, pero... Ella pensó, quizá, haber pillado por fin a la mosca muerta, haber encontrado la oportunidad para desenmascararme, para confirmar, ante toda la clase, sus sospechas sobre mí. Yo solo pensaba en la vergüenza a que estaba a punto de exponerse. ¡Que abra el pañuelo!, insistió una vez más Ana.
Lo abrí, mostrándolo en alto, de lado y lado. No había más que mocos. No sé qué hicieron mis compañeros, pues estaba muy aterrada como para ponerles atención. La depredadora no dijo nada, encogió los hombros y volvió a su escritorio, víctima de sí misma. Envolví mi pañuelo y me quedé muy quieta, como una mosca muerta, hasta el final del examen.
No sé a ciencia cierta por qué razón Ana, la profesora de matemáticas, me tenía tanto fastidio en el séptimo grado y aprovechaba cualquier oportunidad para hacerme más complicado el asunto de estudiar. En alguna clase, mirándome como depredador ansioso de presa, recuerdo vagamente haberla escuchado decir que ella no se confiaba mucho en esas que parecían no matar ni una mosca. Quizá haya allí una pista, un indicio para justificar su inexplicable molestia hacía mí. Vaya a saber de qué recuerdos suyos venía a ser víctima yo, que no era más que una muchachita taciturna, totalmente inofensiva. Tan inofensiva era que resulté, sin proponérmelo, llenando sus expectativas.
Aquella mañana, acabando ya el año escolar, terminé antes que los demás el examen final de matemáticas. No recuerdo sentirme especialmente orgullosa por ello. De todas formas, debía permanecer en mi puesto hasta que Ana anunciara que se había cumplido el tiempo del examen. Totalmente ensimismada, fantaseando inofensivamente con las mil y una posibilidades de camuflar un machete (mi cobardía no me permitía más que fantasear), no me di cuenta que abría y cerraba mi pañuelo blanco, imaginándome, casi babeando, lo excelente que sería para tales fines (de alguna manera debía matar el tiempo). Absorta en mis fabulaciones, me sorprendió Ana con un furioso y aterrador: ¡Abra el pañuelo!
Di un brinco en la silla y enseguida quedé estupefacta. Sospecho que a muchos de mis compañeros les sucedió igual. Se habían roto la concentración, el silencio y el tiempo, para dar paso a una prueba de honestidad.
¡Que abra el pañuelo!, repetía Ana energúmena e impaciente mientras yo me negaba, apretándolo entre mis manos, repitiendo tímidamente: pero, pero, pero... Ella pensó, quizá, haber pillado por fin a la mosca muerta, haber encontrado la oportunidad para desenmascararme, para confirmar, ante toda la clase, sus sospechas sobre mí. Yo solo pensaba en la vergüenza a que estaba a punto de exponerse. ¡Que abra el pañuelo!, insistió una vez más Ana.
Lo abrí, mostrándolo en alto, de lado y lado. No había más que mocos. No sé qué hicieron mis compañeros, pues estaba muy aterrada como para ponerles atención. La depredadora no dijo nada, encogió los hombros y volvió a su escritorio, víctima de sí misma. Envolví mi pañuelo y me quedé muy quieta, como una mosca muerta, hasta el final del examen.
Monday, March 22, 2010
LA PEQUEÑA FINCA Y LA VACA
Autor : Paulo Coelho
Un filósofo paseaba por el bosque con un discípulo, conversando sobre la importancia de los encuentros inesperados. Según el maestro, todo lo que tenemos delante nos brinda la oportunidad de aprender o de enseñar.
En ese momento, cruzaban la entrada de una finca que, a pesar de estar muy bien ubicada, tenía una apariencia miserable.
-Mire este lugar -comentó el discípulo. -Tiene usted razón: acabo de aprender que mucha gente está en el Paraíso pero no se da cuenta, y continúa viviendo en condiciones miserables.
-Dije aprender y enseñar -le explicó el maestro. -Constatar lo que acontece no es suficiente: es preciso verificar las causas, puesto que sólo entendemos el mundo cuando entendemos las causas.
Llamaron a la puerta, y fueron recibidos por los habitantes: un matrimonio y tres hijos, con las ropas rasgadas y sucias.
-Está usted en medio de este bosque, y no hay ningún comercio en los alrededores -le dijo el maestro al padre de familia. -¿Cómo hacen para sobrevivir aquí?
El señor, muy tranquilo, le respondió: amigo mío, tenemos una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte de ese producto lo vendemos o lo cambiamos en la ciudad vecina por otros tipos de alimentos; con la parte que nos queda producimos queso, manteca, para consumo nuestro. Y así vamos subsistiendo.
El filósofo agradeció la información, contempló el lugar por unos momentos, y se fue. En medio del camino, le dijo al discípulo:
-Busca la vaca, llévala al precipicio allí enfrente, y arrójala al vacío.
-¡Pero es el único medio de sustento de la familia!
El filósofo permaneció callado. Al no tener otra alternativa, el joven hizo lo que se le pedía, y la vaca murió con la caída.
La escena quedó grabada en la memoria del discípulo. Después de muchos años, cuando ya era un empresario de éxito, decidió volver al mismo lugar, contarle todo a la familia, pedir perdón, y ayudarlos financieramente.
Cuál no fue su sorpresa al ver el lugar transformado en un sitio bello, con árboles floridos, un auto en el garaje, y algunos niños jugando en el jardín. Sintió gran desesperación, al imaginar que la familia humilde había tenido que vender la finca para sobrevivir. Le abrieron el paso, y fue recibido por un hombre muy simpático.
-¿Qué pasó con la familia que vivía aquí hace diez años? -preguntó.
-Siguen siendo los dueños del lugar -fue la respuesta.
Sorprendido, entró corriendo a la casa, y el dueño lo reconoció. Preguntó cómo estaba el filósofo, pero el joven estaba por demás ansioso por saber cómo habían conseguido mejorar la finca, y arreglárselas tan bien en la vida:
-Bueno, nosotros teníamos una vaca, pero cayó a un precipicio y murió -dijo el señor. -Entonces, para poder alimentar a mi familia, tuve que plantar hierbas y legumbres. Las plantas demoraban en crecer, así que comencé a cortar madera para vender. Al hacerlo, tuve que replantar los árboles, y me ví en la necesidad de comprar plantas.
Al comprar plantas, pensé en la ropa de mis hijos, y se me ocurrió que tal vez pudiera cultivar algodón. Pasé un año difícil, pero cuando llegó el tiempo de la cosecha, ya estaba exportando legumbres, algodón, hierbas aromáticas. Nunca me había dado cuenta del terreno fértil que tenía aquí: ¡ resultó bueno que la vaquita muriera!
Entonces el discípulo, ahora empresario de éxito, recordó las sabias palabras del filósofo: “Constatar lo que acontece no es suficiente: es preciso verificar las causas, puesto que sólo entendemos el mundo cuando entendemos las causas”.
Un filósofo paseaba por el bosque con un discípulo, conversando sobre la importancia de los encuentros inesperados. Según el maestro, todo lo que tenemos delante nos brinda la oportunidad de aprender o de enseñar.
En ese momento, cruzaban la entrada de una finca que, a pesar de estar muy bien ubicada, tenía una apariencia miserable.
-Mire este lugar -comentó el discípulo. -Tiene usted razón: acabo de aprender que mucha gente está en el Paraíso pero no se da cuenta, y continúa viviendo en condiciones miserables.
-Dije aprender y enseñar -le explicó el maestro. -Constatar lo que acontece no es suficiente: es preciso verificar las causas, puesto que sólo entendemos el mundo cuando entendemos las causas.
Llamaron a la puerta, y fueron recibidos por los habitantes: un matrimonio y tres hijos, con las ropas rasgadas y sucias.
-Está usted en medio de este bosque, y no hay ningún comercio en los alrededores -le dijo el maestro al padre de familia. -¿Cómo hacen para sobrevivir aquí?
El señor, muy tranquilo, le respondió: amigo mío, tenemos una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte de ese producto lo vendemos o lo cambiamos en la ciudad vecina por otros tipos de alimentos; con la parte que nos queda producimos queso, manteca, para consumo nuestro. Y así vamos subsistiendo.
El filósofo agradeció la información, contempló el lugar por unos momentos, y se fue. En medio del camino, le dijo al discípulo:
-Busca la vaca, llévala al precipicio allí enfrente, y arrójala al vacío.
-¡Pero es el único medio de sustento de la familia!
El filósofo permaneció callado. Al no tener otra alternativa, el joven hizo lo que se le pedía, y la vaca murió con la caída.
La escena quedó grabada en la memoria del discípulo. Después de muchos años, cuando ya era un empresario de éxito, decidió volver al mismo lugar, contarle todo a la familia, pedir perdón, y ayudarlos financieramente.
Cuál no fue su sorpresa al ver el lugar transformado en un sitio bello, con árboles floridos, un auto en el garaje, y algunos niños jugando en el jardín. Sintió gran desesperación, al imaginar que la familia humilde había tenido que vender la finca para sobrevivir. Le abrieron el paso, y fue recibido por un hombre muy simpático.
-¿Qué pasó con la familia que vivía aquí hace diez años? -preguntó.
-Siguen siendo los dueños del lugar -fue la respuesta.
Sorprendido, entró corriendo a la casa, y el dueño lo reconoció. Preguntó cómo estaba el filósofo, pero el joven estaba por demás ansioso por saber cómo habían conseguido mejorar la finca, y arreglárselas tan bien en la vida:
-Bueno, nosotros teníamos una vaca, pero cayó a un precipicio y murió -dijo el señor. -Entonces, para poder alimentar a mi familia, tuve que plantar hierbas y legumbres. Las plantas demoraban en crecer, así que comencé a cortar madera para vender. Al hacerlo, tuve que replantar los árboles, y me ví en la necesidad de comprar plantas.
Al comprar plantas, pensé en la ropa de mis hijos, y se me ocurrió que tal vez pudiera cultivar algodón. Pasé un año difícil, pero cuando llegó el tiempo de la cosecha, ya estaba exportando legumbres, algodón, hierbas aromáticas. Nunca me había dado cuenta del terreno fértil que tenía aquí: ¡ resultó bueno que la vaquita muriera!
Entonces el discípulo, ahora empresario de éxito, recordó las sabias palabras del filósofo: “Constatar lo que acontece no es suficiente: es preciso verificar las causas, puesto que sólo entendemos el mundo cuando entendemos las causas”.
Algo muy grave va a suceder en este pueblo
Autor: Gabriel García Márquez
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que
tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y
tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y
ella les responde:”No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo”.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas
que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a hacer
una jugada sencillísima, el otro jugador le dice:
“Te apuesto un peso a que no la haces”.Todos se ríen. Él se ríe. Hace el juego ( carambola) y no acierta. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla.El contesta:“Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo”.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde
está con su mamá y algunos parientes. Feliz con su peso,dice:“Le gané este
peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto”.
-¿Y por qué es un tonto? Hombre, porque no pudo hacer una carambola
sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea
de que algo muy grave va a suceder en este pueblo. Entonces le dice su madre:
“No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen”.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:”Véndame una libra de carne .En el momento que se la están cortando, ella agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a
pasar y lo mejor es estar preparado”.El carnicero entrega su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:”Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:”Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras”.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se han dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.”Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor”. “Sí, pero no tanto calor como ahora”. dice otro.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre
la voz:”Hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito. Otro agrega, “Pero señores, siempre han habido pajaritos que bajan”.
“Sí, pero nunca a esta hora”, menciona otra persona.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos
están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.”Yo sí soy muy macho”, grita uno , quien luego afirma irse del pueblo.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y
cruza la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el
momento en que dicen:”Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos”.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los
animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
“Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa” y
entonces la incendia y otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y
en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
Imagínese usted un pueblo muy pequeño donde hay una señora vieja que
tiene dos hijos, uno de 17 y una hija de 14. Está sirviéndoles el desayuno y
tiene una expresión de preocupación. Los hijos le preguntan qué le pasa y
ella les responde:”No sé, pero he amanecido con el presentimiento de que algo muy grave va a sucederle a este pueblo”.
Ellos se ríen de la madre. Dicen que esos son presentimientos de vieja, cosas
que pasan. El hijo se va a jugar al billar, y en el momento en que va a hacer
una jugada sencillísima, el otro jugador le dice:
“Te apuesto un peso a que no la haces”.Todos se ríen. Él se ríe. Hace el juego ( carambola) y no acierta. Paga su peso y todos le preguntan qué pasó, si era una carambola sencilla.El contesta:“Es cierto, pero me ha quedado la preocupación de una cosa que me dijo mi madre esta mañana sobre algo grave que va a suceder a este pueblo”.
Todos se ríen de él, y el que se ha ganado su peso regresa a su casa, donde
está con su mamá y algunos parientes. Feliz con su peso,dice:“Le gané este
peso a Dámaso en la forma más sencilla porque es un tonto”.
-¿Y por qué es un tonto? Hombre, porque no pudo hacer una carambola
sencillísima estorbado con la idea de que su mamá amaneció hoy con la idea
de que algo muy grave va a suceder en este pueblo. Entonces le dice su madre:
“No te burles de los presentimientos de los viejos porque a veces salen”.
La pariente lo oye y va a comprar carne. Ella le dice al carnicero:”Véndame una libra de carne .En el momento que se la están cortando, ella agrega-: Mejor véndame dos, porque andan diciendo que algo grave va a
pasar y lo mejor es estar preparado”.El carnicero entrega su carne y cuando llega otra señora a comprar una libra de carne, le dice:”Lleve dos porque hasta aquí llega la gente diciendo que algo muy grave va a pasar, y se están preparando y comprando cosas.
Entonces la vieja responde:”Tengo varios hijos, mire, mejor deme cuatro libras”.
Se lleva las cuatro libras; y para no hacer largo el cuento, diré que el carnicero en media hora agota la carne, mata otra vaca, se vende toda y se va esparciendo el rumor. Llega el momento en que todo el mundo, en el pueblo, está esperando que pase algo. Se paralizan las actividades y de pronto, a las dos de la tarde, hace calor como siempre. Alguien dice:
-¿Se han dado cuenta del calor que está haciendo?
-¡Pero si en este pueblo siempre ha hecho calor!
-Sin embargo -dice uno-, a esta hora nunca ha hecho tanto calor.”Pero a las dos de la tarde es cuando hay más calor”. “Sí, pero no tanto calor como ahora”. dice otro.
Al pueblo desierto, a la plaza desierta, baja de pronto un pajarito y se corre
la voz:”Hay un pajarito en la plaza”. Y viene todo el mundo, espantado, a ver el pajarito. Otro agrega, “Pero señores, siempre han habido pajaritos que bajan”.
“Sí, pero nunca a esta hora”, menciona otra persona.
Llega un momento de tal tensión para los habitantes del pueblo, que todos
están desesperados por irse y no tienen el valor de hacerlo.”Yo sí soy muy macho”, grita uno , quien luego afirma irse del pueblo.
Agarra sus muebles, sus hijos, sus animales, los mete en una carreta y
cruza la calle central donde está el pobre pueblo viéndolo. Hasta el
momento en que dicen:”Si éste se atreve, pues nosotros también nos vamos”.
Y empiezan a desmantelar literalmente el pueblo. Se llevan las cosas, los
animales, todo. Y uno de los últimos que abandona el pueblo, dice:
“Que no venga la desgracia a caer sobre lo que queda de nuestra casa” y
entonces la incendia y otros incendian también sus casas.
Huyen en un tremendo y verdadero pánico, como en un éxodo de guerra, y
en medio de ellos va la señora que tuvo el presagio, clamando:
-Yo dije que algo muy grave iba a pasar, y me dijeron que estaba loca.
LA HISTORIA DEL LAPIZ de Paulo Coelho
El niño miraba a su abuela que le escribía una carta. En determinado momento preguntó:
- Estás escribiendo una historia que nos sucedió a nosotros?..y es, por casualidad, una historia sobre mí ?
La abuela dejó de escribir, sonrió y comentó al nieto:
- Estoy escribiendo sobre ti ,es verdad. Ahora bien, más importante que las palabras es el lápiz que estoy usando. Me gustaría que tú fueras como él, cuando crezcas.
El niño miró el lápiz intrigado y no vio nada especial.
- Pero si es un lápiz igual a todos los lápices que he visto en mi vida !
- Todo depende de cómo mires las cosas. Hay cinco cualidades en él que, si consigues conservarlas, te harán siempre una persona en paz con el mundo.
- Primera cualidad: puedes hacer grandes cosas, pero no debes olvidar nunca que existe una mano que guía tus pasos. A esa mano la llamamos Dios y este debe conducirte siempre en la dirección de su voluntad.
- Segunda cualidad: de vez en cuando necesito dejar de escribir y usar el saca puntas. Con eso el lápiz sufre un poco, pero al final está más afilado. Por tanto ,has de saber soportar algunos dolores, porque te harán una persona mejor.
- Tercera cualidad: el lápiz siempre permite que usemos una goma para borrar los errores. Debes entender que corregir una cosa que hemos hecho no es necesariamente algo malo, sino algo importante para mantenernos en el camino de la justicia.
- Cuarta cualidad: lo que realmente importa en el lápiz no es la madera, ni su forma exterior, sino el grafito que lleva dentro. Por tanto cuida siempre lo que ocurre dentro de ti.
Por último, la quinta cualidad del lápiz es: siempre deja una marca. Del mismo modo, has de saber que todo lo que hagas en la vida dejará huellas y procura ser consciente de todas tus acciones.
- Estás escribiendo una historia que nos sucedió a nosotros?..y es, por casualidad, una historia sobre mí ?
La abuela dejó de escribir, sonrió y comentó al nieto:
- Estoy escribiendo sobre ti ,es verdad. Ahora bien, más importante que las palabras es el lápiz que estoy usando. Me gustaría que tú fueras como él, cuando crezcas.
El niño miró el lápiz intrigado y no vio nada especial.
- Pero si es un lápiz igual a todos los lápices que he visto en mi vida !
- Todo depende de cómo mires las cosas. Hay cinco cualidades en él que, si consigues conservarlas, te harán siempre una persona en paz con el mundo.
- Primera cualidad: puedes hacer grandes cosas, pero no debes olvidar nunca que existe una mano que guía tus pasos. A esa mano la llamamos Dios y este debe conducirte siempre en la dirección de su voluntad.
- Segunda cualidad: de vez en cuando necesito dejar de escribir y usar el saca puntas. Con eso el lápiz sufre un poco, pero al final está más afilado. Por tanto ,has de saber soportar algunos dolores, porque te harán una persona mejor.
- Tercera cualidad: el lápiz siempre permite que usemos una goma para borrar los errores. Debes entender que corregir una cosa que hemos hecho no es necesariamente algo malo, sino algo importante para mantenernos en el camino de la justicia.
- Cuarta cualidad: lo que realmente importa en el lápiz no es la madera, ni su forma exterior, sino el grafito que lleva dentro. Por tanto cuida siempre lo que ocurre dentro de ti.
Por último, la quinta cualidad del lápiz es: siempre deja una marca. Del mismo modo, has de saber que todo lo que hagas en la vida dejará huellas y procura ser consciente de todas tus acciones.
BIENVENIDOS
En este blog vamos a publicar ejercicios y textos de utilidad para las personas que tratan de consolidar el aprendizaje del idioma de Cervantes.
Cualquier consulta adicional pueden escribir a mi e-mail info@peruspanish.us
Saludos,
Luis
Cualquier consulta adicional pueden escribir a mi e-mail info@peruspanish.us
Saludos,
Luis
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